Puedes vestir la mascarilla bajo tu nariz, o incluso al modo papada, con el rostro al aire y las orejas desportilladas bajo el efecto opresor de las gomillas; se admite a trámite con la sana excusa, por ejemplo, de manipular tu bello Iphone en medio de la acera. Lo que parece inadmisible y justificadamente punible es llevar la mascarilla o bozal a modo de pulsera, como si esa gastada gran palabra, «responsabilida», no fuera contigo en modo alguno. «Mira ese; sin mascarilla ni ná», has escuchado más de una vez, proferido por una señora, a la puerta de su modesto domicilio, mientras comparte chismes y cifras de fallecidos con su vecina, la cual vuelve de la compra, la mascarilla colgando de una oreja. Eres peligroso, ¿lo sabes? Te has permitido sacar conclusiones propias. Y no será por déficit de informativos y recomendaciones, de ejemplarizantes hábitos preventivos entre miembros de tu «burbuja» (¡ja!). Has visto a Fulano, con título, master e inteligencia contrastada, frotarse con vehemencia los deditos empapados de gel hidroalcohólico de gama alta, convencidísimo y acojonado, atragantado de hipótesis, predicciones, mentiras y publicidad. ¿Y sabes qué? Todos y todas, y tú misma, llevando la mascarilla a modo de pulsera, obedecéis a una sola presión, en el fondo, a un solo estímulo: hacéis lo que hacéis, lo hacemos, básicamente, por temor a la multa. Confiesa y no temas. El noble acto de atrición también es convalidable por la autoridad moral del Nuevo Orden. Se entiende y tolera solapadamente, siempre que no venga contaminado de conclusiones propias. En el fondo todo esto se parece a uno de esos relatos de Stanislaw Lem, donde la población seguirá desfilando, consciente de la inutilidad del proceso, hasta que, por fuerza, naturaleza o casualidad, la cordura se habra paso, y el mundo «dé la cara».

* Escritor