Estudié en ‘colegios de pago’ hasta 1981, cuando llegué a la Universidad pública y descubrí que el mundo era un poliedro maravilloso y me enamoré para siempre de la diversidad.

En aquella época solo había colegios de ‘ricos’ o ‘pobres’, así que fui de aquellas privilegiadas (¿o no?) que iba cada día al colegio con impoluto uniforme y en autobús privado. Un autobús prolongación del propio colegio donde nos reíamos y tirábamos papelitos; donde aprovechábamos el trayecto para contarnos las confidencias sobre el último amor; ese autobús desde el que veías pasar las vidas ajenas por la ventanilla y donde en las frías mañanas de invierno dibujaba un corazón o hacia un hueco en el vaho del cristal para ver a los que fuera pasaban frío. Hasta el curso de orientación universitaria solo tuve en el pupitre de al lado a compañeras de mi sexo, solo profesoras --alguna rara avís hubo que me descubrió a Neruda-- y muchas monjas. Bueno, y el cura y el psicólogo del colegio.

Mis hijos estudiaron ya en colegios concertados. Gasté mucho menos dinero que mis padres gastaron conmigo, así que agradezco haber podido elegir sin el coste de otrora. Y lo hicieron en colegios diferentes, porque para cuando llegó la segunda la ‘libre elección’ había cambiado al ‘sistema de puntos’ y tocó el colegio que tocó, lo que por otro lado amplió el espectro de familias con opciones a elegir colegio con criterios mucho más objetivos. La universalidad y la obligatoriedad de la educación justificó absolutamente esa educación concertada, pues hubiera sido imposible asumir la educación de todos los obligados a estudiar solo con la estructura pública. Un servicio público necesario que no debe olvidarse.

El escenario de la educación no es comparable a la sanidad, de ahí que nadie se plantee la existencia de una sanidad concertada. Ni falta que hace. La excelencia y la falta de necesidad en cubrir la insuficiencia del servicio público son la clave.

Pero es que, además, la educación debe respetar y no adoctrinar, debe hacer crecer al individuo y no limitar; debe, desde la igualdad, respetar la singularidad y todo ello sin olvidar que en la conciencia y la moral hay una inmensa gama de grises que con una educación concertada se respetan y representan mucho más.

La educación privada es una burbuja, la pública, un poliedro. Hoy las cifras han variado pero sigue justificándose la educación concertada aunque sea por la libertad y la pluralidad a la que todos tenemos derecho y porque entre la burbuja y el poliedro es necesario que exista, ahí justo en el centro, una caja de bombones.

*Abogada