No sé si será debido a mi carácter, una simple cuestión de tierna rebeldía, o quizá de coherencia y de pura dignidad, pero existen asuntos que me hacen meditar --y reflexionar-- quizá más de la cuenta por el infinito respeto que merecen y el hondo sentido que tienen para mí. Me ocurre con las injusticias judiciales, la precariedad laboral, la prevalencia del infame machismo que asola el suelo patrio, y, ahora, aunque les pueda sorprender, me ocurre con la primera comunión, o mejor con el tragicómico relieve que a nivel social ha tomado últimamente la celebración festiva y bulliciosa de un sacramento -serio, en mi opinión-- que no es valorado en su sentido auténtico por aquellos y aquellas que hacen uso de él desde un punto de vista ilógico y kafkiano.

La primera vez que oír hablar del tema, lo de las primeras comuniones laicas, no pude dar crédito a algo tan absurdo. Si yo, por ejemplo, no creyera en Dios, nunca me habría casado por la iglesia, sino por el juzgado como otros, lo cual me parece lógico de entrada, además de coherente, digno y natural: para vivir en pareja lo esencial es que exista y fluya el amor entre dos almas, sean del sexo que sean. Lo importante es el respeto, la entrega en cuerpo y espíritu de uno a otro. Otra cosa es que uno crea en el matrimonio y acepte el sentido real de un sacramento trascendental para los creyentes; aunque de nulo valor para un ateo. Pero no quería hablar yo aquí del matrimonio, sino de esas primeras comuniones laicas tan incoherentes y descabelladas como un cielo lluvioso dentro de una casa edificada en medio de un desierto. Las nubes no pueden entrar, por pura lógica, en medio del comedor de un gran palacio. La estupidez de la gente, sin embargo, es tan enorme en algunas ocasiones que llega a rozar lo absurdo y lo grotesco. Si yo fuera un ateo firme, radical, y mi hijo, o mi hija, estuviera en edad de comulgar, es decir, de hacer la primera comunión, por pura coherencia me opondría a que la hiciese, pues para mí no tendría ningún sentido celebrar una fiesta en la cual no creo. A mi modo de ver, sería lo razonable celebrar una puesta de largo en sociedad; no inventarse el nombre de «laica comunión». Pero estamos inmersos en una sociedad absurda, obscena y materialista, desquiciada, mordida por un capitalismo bárbaro, donde se han diluido la vergüenza ética, la dignidad, la coherencia y el respeto. Lo vemos a diario en el ejemplo que nos dan esos políticos que mienten más que hablan, enfermos de titulitis, fantasmones de másteres grises, ridículos hipócritas que viven inmersos en la era, tan de moda, de la posverdad, o de la posmentira. Hoy la verdad es como un frágil jazmín pisoteado en medio del estiércol. En la actualidad triunfa quien más miente. Los referentes son nuestros gobernantes.

La verdadera imagen de un país es el espejo, cóncavo o convexo, que refleja los rostros de quienes lo gobiernan. El espejo político está descascarillado y ofrece una imagen distorsionada, errática, demasiado esperpéntica y fatua del poder. Lo que influye sin duda a nivel social, y muy especialmente en el tema que aquí trato. Hoy triunfan la egolatría y la soberbia. De unos años acá, la primera comunión es, más que una fiesta sencilla y familiar, un festolín más próximo al banquete que ocurre tradicionalmente en una boda. Muchos padres se endeudan con tal de celebrar la fiesta mejor y más desorbitada, para así superar a la de sus vecinos. Los niños se dejan llevar por la fanfarria y reciben regalos de cifras astronómicas. Hemos perdido el sentido de la lógica. Ha triunfado la la estética de la desmesura y de la cochambre espiritual.

Cuando llegan estos días mágicos de mayo, suelo recordar los cielos de mi infancia y el olor de la luz que había en el ambiente del día en que comulgué por vez primera. Sentí algo infinito, una enorme y densa paz, habitando mi pecho con la comunión. Al salir de la iglesia, en torno al campanario, zigzagueaban decenas de vencejos. Había golondrinas electrizando el aire. Luego, una vez en mi casa, entre las sombras del patio humildísimo, bajo una espesa higuera, mi madre dispuso unas viandas muy sencillas: cuatro o cinco platos con varios tentempiés sobre una pequeña mesa circular a la cual me senté con mis hermanos y mis primos; ocho o diez niños, no más. Fue un día feliz, en el que, recuerdo, no me regalaron nada. Pero estuvo la luz y el azul de un cielo puro fuera y dentro de mí. Me sentí con Dios. Y en ese pequeño detalle percibí el inefable olor de lo sagrado, el fulgor cristalino de la felicidad.

* Escritor