Así se acostumbra al ruido». Declaración de un padre, a eso de las dos de la fría mañana, con su bebé arrecido soportando el atronador reguetón de fiesta de cumpleaños. Así, piensa el papá y su partidaria esposa, se robustece la criatura de cara a su futura supervivencia en un hábitat siempre doblegado a los decibelios. Pues me alegro por el niño y brindo con este licor de yerbas por su embrionaria adaptación al sistema. Yo no tuve la misma suerte. Será que mi paradisíaco año sabático, entre los cuatro y los cinco, solo en casa, con todo el tiempo y el silencio del mundo, marcó mi ruta lejos de la ruidosa vida social de constante chimpún, desde la mañana bien tempranito tú, hasta la noche y más allá si hay feria. Esa continua banda paralela de anuncios, politonos, motores y, por encima y sobre todo, reguetón, ataca directamente mis glándulas, eleva mi tensión y me incapacita para cualquier actividad que merezca la pena.

Recordemos una memorable escena de El Resplandor, de Kubrick. Mr. Torrance teclea su máquina en el salón del Overlook. Coge ritmo y sus ideas (supuestamente) toman cuerpo en el papel. Y ahí viene Shelley Duval, con dulce sonrisa y disposición de esposa guay, preguntando cómo va la escritura, ¿qué, todo bien?, esto y lo otro. El viejo Jack, henchido de mala hostia, responde levantando la voz y, en fin, ya recordáis la peli. La cosa, que a primera vista parece la reacción de un loco (que también, por qué no), brilla por su lógica, enteramente comprensible para mí, para cualquier trabajador intelectual que se vea en tremenda tesitura. Es como si la humanidad entera te pidiese que no escribas, que dejes de pensar y te unas a la fiesta del ruido, la interrupción, la interferencia. Por eso el silencio y la soledad me parecen de las mayores conquistas: impagables regalos que ya solo se alcanzan en la madrugada, el campo, el desierto, la mar. ¿Te apuntas?

* Escritor