Una vez tuve un amigo con el que compartía charla y vinos. Según tuviéramos la bolsa elegíamos el vino y así, dependiendo de nuestra economía y las ganas, íbamos refinando el gusto, saboreando bodegas y denominaciones de una manera natural y sencilla. Un día tuvo la genial idea, este mi amigo, de apuntarse a un curso de cata de vinos y se volvió insoportable. Ya no bastaba con pedir un vino a la medida de nuestro bolsillo, a partir de entonces había que estudiarlo con la perspicacia de un entomólogo y, lo que es más grave, ya dejamos de hablar de otros asuntos que no fuesen las particularidades del vino, el color, el aroma, la añada, el precio, la puntuación, la temperatura y los adminículos con los que rodear el simple placer de libar. Lo dicho, se puso inaguantable y dejé de frecuentarlo a la hora del aperitivo. Ni que decir tiene que la moda del vino ha ido a más y es muy frecuente que en una reunión social o familiar haya siempre quien dé la brasa con sus saberes de vinos y bodegas, y de ahí a la comida, tapas y restauración. Mientras menos cocinamos más sabemos de gastronomía; y mientras más nos obsesionan los kilos y las dietas, más comemos. Aquí nadie quiere engordar pero todo el mundo habla de comida a todas horas como un tema recurrente. Si uno dice que va a viajar a tal o cual ciudad no faltará, al instante, el compañero que meta baza para recomendar tal o cual restaurante, venta o taberna donde abrevar en aquella visita. Y los hay, y yo los he conocido, que organizan el viaje pensando en los restaurantes en los que van a recalar, a veces hasta con un año de antelación, sin saber si llegado el día de la reserva tendrán hambre, o pesadez de estómago, o ganas de tomarse un bocadillo. Ahora que se acercan las vacaciones, en mi entorno al menos, no oigo a nadie que recomiende ni un museo, ni un teatro, ni un jardín, ni una plaza, ni un mercado, todo el mundo tiene un restaurante que ofrecer como imprescindible, o un plato que probar o una tapa excepcional. Que hartazgo, ahora que lo pienso, cuánto he comido en mi vida y, lo que es peor, cuanto más he comido escuchando a esos tragones que no saben freír un huevo, pero que solo hablan de comida desde la hora del desayuno. Incluso, y esto es muy frecuente, una vez sentados a la mesa en ese restaurante deseado, los comensales comienzan a hablar de otros restaurantes y otros lugares donde comieron aquello que les hizo tocar el cielo. Entonces tengo la sensación de que me estoy perdiendo lo mejor o que llego tarde, pues para estos predicadores del buen comer siempre en otro lugar se encuentra la excelencia. A veces me pregunto qué hubiera sido de nosotros de haber nacido en los años del hambre y la escasez.

* Periodista