La fotografía es el arte de la inmediatez, pero sobre todo es el arte de la evocación. Al fijar la cámara con todo realismo las circunstancias del momento está perpetuando ese presente para la eternidad; al menos para tanta eternidad como permita el soporte empleado, aunque ya se encargará la técnica de volcarlo en nuevas herramientas que vendrán luego. Esa cualidad de retrotraernos al pasado que la fotografía comparte con la palabra, pero con mucha más economía de medios, permite el rescate y difusión de joyas como las que se muestran hasta el 10 de enero en la Mezquita Catedral, una magnífica selección de 60 incunables que recuperan la imagen decimonónica del templo plasmada por aquellos pioneros que más que cámara llevaban a cuestas un laboratorio, alquimistas ensoñadores que luchando contra los elementos -la falta de suficiente luz en el interior que hoy día sigue pesando y los mínimos rudimentos de un arte que entonces era casi magia- se vieron atrapados por el encanto exótico de un lugar como salido de Las Mil y una Noches y lo legaron así, tal como estaba, a falta aún de restaurar, a las futuras generaciones. El laberinto de las columnas se llama la exposición, que exhibe 56 originales datados entre 1857 y 1881 junto a cuatro reproducciones de calotipos de 1852 y dos paneles que aportan al público no solo elementos didácticos para entender las imágenes expuestas sino el perfume romántico de la época. Un tesoro documental captado hace más de 150 años por fotógrafos ingleses, franceses y españoles -si bien pocos cordobeses, inclinados por entonces a la más lucrativa vertiente de la fotografía de estudio- que permite conocer el estado y evolución de la Mezquita, un templo «vivo», como señaló el deán Manuel Pérez Moya en la inauguración, y de hermosura tan apabullante -y tan rentable- que todos quieren apropiárselo.

Pero la exposición ha venido después, como consecuencia del libro del mismo título editado por el Cabildo Catedral a través del Foro Osio. Lleva la firma inconfundible de Antonio Jesús González, redactor gráfico de Diario CÓRDOBA y uno de los más serios y entregados estudiosos del género con que cuenta este país, como viene demostrando a través de exhaustivas investigaciones para las que una no se explica de dónde saca tiempo, dado el ritmo urgente que marca el fotoperiodismo. Cinco años ha invertido A.J. González en seguir por archivos y museos de Europa, Estados Unidos y Canadá el rastro de fotos realizadas en la Mezquita Catedral entre 1944 y 1875, periodo que abarca su colección, enriquecida para esta ocasión con un préstamo de ocho imágenes del Archivo Municipal y otras cuatro de la Biblioteca Nacional de Francia. Ha pasado un lustro de vida concentrado casi obsesivamente en lo que se ve y en lo que se oculta tras unas instantáneas de enorme valor histórico -estas y otras muchas que guarda y escudriña con vocación de entomólogo tocado por las Gracias- que para él suponen mucho más que eso: son el latir y el sentir, los logros y las frustraciones de quienes le precedieron en un oficio que, al menos en su faceta analítica, este «coleccionista de instantes» (título de una de las exposiciones que ha comisariado) se toma más como deleite del alma que como trabajo. El último resultado de sus afanes eruditos es este Laberinto de columnas en el que A.J. aúna dos de sus pasiones, la fotografía y esa Mezquita Catedral que, como confiesa a modo de introducción, antes de adentrarse en viejas técnicas y vidas viejas, caldea sus recuerdos de niño del barrio de San Basilio, para quien el Patio de los Naranjos era prolongación de su casa. Un libro imprescindible, culto y ameno, que ningún cordobés debería perderse.