Habrá fantasmas terribles, dispuestos a arrastrar sufrimientos tras su tránsito mundo. Y no es tanto su mortaja la que causa escalofríos, sino las arengas que acaban en los sumideros de las salas de tortura, o empujando desde los aviones a pasajeros que olían a calle mojada porque alguna vez empatizaron con Amanda. Pero ya sabemos que también existen fantasmas buenos, que no solo son extensiones caricatas del fantasma de Canterville.

Es cuestión de ir a la casa madrileña de Sorolla. Pero descarten la vulgaridad de furtivear con sesiones de wijas o calibrar ectoplasmas. Allí se libran otras batallas: la del inmisericorde paso del tiempo, y la quietud de las vivencias que se aposentaron en la planimetría del solar. He ahí el estudio del pintor, con las catas geológicas de barnices depositadas en las paletas, el conjuro que le llevó a dominar la luz mediterránea. O el comedor estucado por el propio don Joaquín, la esencia de la siesta valenciana que se mecía mientras perezosamente cogías una naranja del frutero para pausar sus gajos. Y en todas las estancias, la vestal atemporal de esa aura benigna donde la vitalidad vence a la melancolía. La culpa es de Clotilde García del Castillo, la mujer de Sorolla, la gran dama cuya sombrilla vivaqueaba las brisas de un mar cegador; la esposa madre que se prestó a aventuras impresionistas, trazos confusos para resaltar el traje encarnadísimo de una de las hijas del matrimonio; pero, sobre todo, el posado de la modelo desnuda, el esplendor de unas carnes que sobre las sábanas rosáceas homenajean a la velazqueña Venus del Espejo; la sensualidad que no reprime en el dedo el fulgor y el orgullo de una alianza.

No nacemos predeterminados con ese final de trayecto: la esposa de un artista que en vida consiguió las mieles del éxito; que incluso tras su viudez, convirtió el dolor en filantropía, cediendo al Estado el hogar familiar para que esos millones de ojos que sobrevivirían a su pulso fuesen el dinamo de su inmortalidad. No todos los humanos pueden conseguir esa burguesa felicidad del comedor de Sorolla. De hecho, cuando cabecea ese vértice ya encomendado en los días de los gladiadores, es la salud la que exige las mayores preces.

Ángel Hernández ha estado detenido por acortar este valle de lágrimas. Su imputación radica en haber ayudado a morir a su mujer: el pentobarbital sódico y una pajita como sustitutos de la cicuta de Sócrates. Hace unos años, no muchos, leí una entrevista en la que un treinteañero al parecer pletórico decía casi jovialmente que no pasa nada si moría al día siguiente. Más que un santón o iluminado, me pareció un tonto la haba. Vivir tiene que ser seguir los pasos de Clotilde, o de Amelia Earhart, cruzar el cielo buscando la vida, aunque te encuentres la muerte. Pero cuando la parca lleva tiempo ofreciéndote un final de partida; cuando el dolor ultraja tu dignidad y tu lucidez, es legítimo que la persona, por encima de quimeras o catecismos, tenga la última palabra. Cuántas veces el señor Hernández habrá ahondado en los etimológicos penares de la Buena Muerte; cuántas, en el mercado negro de su conciencia, habrá regateado para que si la Salud está vencida, pueda ofrecerle su Amor.

Estamos entrando en una era cibernética, en la que los robots tendrán que tributar. Y sin embargo, aún no hemos resuelto los dolores orgánicos del alma, el entramado legal para cuando todo esté oscuro, digamos, como Robert Graves, adiós a todo eso. Y quizá las Puertas del Paraíso ya no las regente Ghiberti, sino Clotilde, ama y señora de los naranjales y la sobremesa.

* Abogado