El rechazo de Donald Trump al Tratado de París es una huida de la realidad. Por mucho que se empeñe el aún presidente, no se pueden poner fronteras al cambio climático. El calentamiento, al menos en un primer momento, no es tan democrático como podría parecer: no nos golpea a todos por igual, aunque sí percibamos, todos, sus efectos inmediatos. Es evidente que la desertización, el deshielo y las catástrofes que estamos viviendo estos años, la bofetada árida con el viento encendido quemando los pulmones y la respiración de la tierra, de alguna u otra manera, es más terrible en los países económicamente vulnerables. Pero eso, insisto, es solamente la primera instancia del problema: porque a medio y largo plazo, el cambio climático no distinguirá, porque no puede hacerlo, entre unos y otros, y arrasará la vida. Esto no es catastrofismo, sino certeza científica que no vamos a relatar aquí. La gente como Trump cree que los problemas se solucionan levantando un muro sólido y robusto justo delante de ellos. Un muro henchido de hormigón y alambre erguido, coronado por concertinas si es posible. Dejas allí a unos vigilantes, sobre la torreta, y puedes dar la espalda a lo que ocurre. Pero ningún problema se soluciona así: solo se dilata, se potencia y se agiganta. Con el cambio climático, más aún. Era cuestión de tiempo que Trump se definiera; pero Estados Unidos es mucho más que su presidente. El problema no es Trump: la política medioambiental de Obama, en términos generales, fue decepcionante. El problema es afrontar que no solo el clima --aunque el clima especialmente--, sino todo, el hambre, los abusos, la desigualdad, las migraciones, nos afecta a todos antes o después. Las políticas globales son imprescindibles. Lo de Trump, claro, es nacionalismo económico con las miras muy cortas, un proteccionismo de la aldea que deja el mundo fuera. El riesgo del secarral nos seguirá acechando, y no siempre nos quedará París.

* Escritor