Es tragicómico comprobar a mi edad una característica de ciertos individuos que me descorazona a la hora de mantener con ellos una relación social normalizada.

Me refiero a esas gentes que hacen gala de lo que he venido en llamar clasismo intelectual: una actitud sobrevenida por la autocomplacencia en cierta superioridad cultural, que exponen ante los demás sin pudor, sin empatía y a veces de manera disparatada.

Normalmente son personas bien educadas, de cierta posición social y expertos en algún ámbito de la cultura, lo que les lleva a presentarse ante el resto de la gente con un prurito de sabiduría sobre la existencia humana que se me antoja ridículo e incluso fuera de la realidad.

He detectado que proliferan en algunos estamentos de nuestra sociedad, construida en muchos aspectos por teatro y farsa (dicho sea de paso), con apariencia de moral y rectitud, que se percibe como superficial y fatua. Se erigen en «sabihondos cargados de sabiduría». Incluso los hay que se envuelven en un refinamiento intelectual con el que se sienten superiores a los demás: clasismo intelectual. Más bien clasismo pseudo-intelectual, diría yo.

Y aquí no vengo ni a advertir ni a criticar sino a exponer mis percepciones más discutibles e instintivas.

Son personajes que me recuerdan la versión que Michelangelo Antonioni hizo en su película Blow--up del relato de Julio Cortázar Las babas del diablo. Amplían la fotografía de sus egos sin descanso, sin sucumbir al desaliento propio ni al desinterés de los otros. No sé qué esperan descubrir.

Creo adivinar que tienen un retrato de sí mismos como seres de pensamientos intrincados, dubitativos por profundos, fascinantes... pero también creo que este retrato está falto de sensibilidad, de ética, y lleno de trampas.

Incluso en debates triviales de una mañana aburrida de domingo ante una sencilla cerveza su apostura física les traiciona, aunque les presta aplomo y gusto a su clasismo intelectual para que no decaiga, para que la apariencia permanezca en ese desatino instructivo.

En un primer momento, como ciertamente son personas cultivadas, su predicamento formativo e incluso didáctico es valioso y sorprendente. A medida que el descubrimiento del clasismo intelectual crece, mi desilusión vence a la probable afinidad que pudiera establecerse entre nosotros. Es como si nuestras vidas no encajaran en absoluto cuando el acercamiento ha sido posible.

Un segundo momento es mi aceptación a regañadientes de la parte innegablemente eficaz que supone el intercambio de ideas con estos sujetos. Pero no es suficiente. A veces me corroe una pequeña animadversión que me lleva incluso al desgarro cuando la relación con esas personas me afecta sentimentalmente.

Un último momento puede apoyarse en la aproximación, sin aprensión ni arbitrariedad, al afecto, a la confianza para no desarrollar un enfrentamiento que nos amargue la vida y los encuentros, para no destruir sino para establecer un juego que pueda guarecernos y nos ayude a sentirnos vivos. Y nos aporte alegría.

Seguro que conocen a tipos así. Seguro que no será un secreto inconfesable aunque lo silencien. Seguro que interiormente persiste una crítica y salvan las apariencias. Seguro que enfatizan comportamientos humanos casi vergonzosos. Seguro que interiormente destapan debilidades que todos y todas sobrellevamos.

Sin embargo, no dejaré de preguntarme sobre la soledad que puedan desprender esas actitudes de clasismo intelectual que tanto me fastidian, acaso sean muestra de una solapada barbarie por muy intelectual que aparezca. Porque puede llegar a ser patética.

Por otro lado, pienso que la historia con las gentes diferentes o incluso discrepantes que vamos conociendo a lo largo de nuestra vida debería ser inolvidable. Sin excepción.

* Docente jubilada