En una temporada en la que se volverán a batir récords de turismo, con más de 70 millones de visitantes extranjeros, se empieza a hablar de sus límites. No tanto por las miniburbujas turísticas que se están produciendo en algunos puntos de la geografía nacional, con una sobreoferta que se ajustará a poco que los turistas empiecen a notar la subida de precios que ya se está produciendo o se estabilicen otros destinos, ni por el impacto general de tal masa de visitantes, que, como todas las acciones humanas tiene su lado positivo, en forma de mayor actividad económica y empleos, intercambio cultural, etc., y negativos como los impactos medioambientales, sino por los problemas de gestión de los flujos turísticos sobre algunas ciudades.

El problema se produce cuando el flujo de turismo en una ciudad es tal que transforma la ciudad, especialmente determinados barrios. Se produce cuando la ciudad pierde su carácter de ciudad (conjunto de ciudadanos y ciudadanas que habitan un espacio) para ser sólo un escaparate al servicio de los visitantes; cuando cualquier actividad económica o cultural de la ciudadanía se ve sustituida, casi diría prostituida, por la venta de esa actividad al turista (como se ha hecho en Sevilla con la Semana Santa o estamos haciendo los cordobeses con las fiestas de Mayo); cuando lo importante no es el bienestar de la ciudadanía o el disfrute de aquellos que hacen la actividad o viven la fiesta, sino que sea valorada por los visitantes, aparezca entre los mejores eventos en una página web o sea objeto de un reportaje de un periódico extranjero importante. En ese momento en el que la ciudad no es tanto una casa habitada por su ciudadanía, cuanto un hotel lleno de huéspedes, en ese preciso momento, la ciudad se convierte en un parque temático de sí misma. Ya no es la ciudad que era, sino un sucedáneo de esa ciudad. Esa es la esencia del problema que hace años sufre Venecia (en la que ya no viven venecianos), que empieza a tener Toledo o puede tener Córdoba, y ya es patente en barrios concretos de ciudades más grandes como Barcelona. Y, cuando una ciudad pierde su esencia, cuando es un sucedáneo de sí misma, cuando es un parque temático, es reproducible en cualquier lugar del mundo, como están haciendo los chinos con la ciudad de los canales.

Es evidente que este no es un problema para las ciudades que se hicieron a sí mismas con el turismo, en las que el turismo es parte de la propia esencia de la ciudad. Desde luego no es el problema de ciudades que han pasado de ser una aldea de pescadores (Benidorm o Magaluf) o pueblos costeros (Fuengirola o Marbella) a ser ciudades turísticas, porque son lo que son por el turismo. Ni es un problema para las megaurbes (Nueva York, por ejemplo). Es un problema de ciudades especiales, de ciudades únicas. Y Córdoba es una de ellas.

El origen del problema es múltiple y empieza por no tener un concepto claro de ciudad que se proyecta en el tiempo, cuando la ciudadanía y sus responsables políticos no saben soñar la ciudad más allá de «resolver sus problemas». Y continúan cuando los análisis se hacen desde la ideología y los prejuicios, cuando no se sabe mirar en el largo plazo, cuando no se ve el contexto. El problema empieza cuando se miden los cuántos y no los qué.

Desde luego, la cuestión no se resuelve con los métodos totalitarios de Arrán, ni desde una imposible limitación del número de turistas, sino desde una regulación racional de la oferta turística, y no sólo con los precios, pero, sobre todo, con un concepto de ciudad en el que el turismo tenga un papel, pero no el único papel.

En Córdoba aún estamos a tiempo de no convertirnos en un parque temático. Aunque algunos ya ejercen el papel de Mickey Mouse.

* Profesor de Política Económica.

Universidad Loyola Andalucía