Nos escribe tío Oscar para saber cómo estamos y me informa de que Lucía Bosé ha muerto. Dice: «Acaba de morir Lucía Bosé, pero su belleza permanecerá mucho tiempo».

Me tomo muy en serio la belleza, es una fuente de placer importante y hay pocas cosas más importantes que el placer.

Lucía Bosé poseía, es cierto, ese tipo de belleza atemporal (no sujeta a ninguna moda) y absoluta. Por un lado, tenía los rasgos de una belleza canónica (hubiese sido considerada hermosa en cualquier época y tiempo) y por otro era absolutamente original y única, una combinación de rasgos y de tonalidades nunca vistos con anterioridad. Le respondí a Oscar: «Sí, era una belleza final, como la de Silvana Mangano, como la de casi todos los actores que trabajaron con Visconti».

Cuando hace unas semanas o meses (muchos días ya no sé ni qué día de la semana es, la verdad es que también me ocurría A.C. -antes del coronavirus-, pero menos), empezó la terrible expansión del coronavirus en Italia y llegaron las primeras imágenes de las calles de las ciudades del norte vacías, pensé: «Es el momento de ir a Venecia, la podré ver vacía por primera y última vez, voy a comprar un billete de avión».

No lo hice, claro, y al cabo de unos días, ya fue imposible.

Hablando con Oscar me di cuenta de que si deseaba tanto ver una Venecia desertada era en parte por Muerte en Venecia de Visconti, una película con el mismo tipo de belleza que Lucía Bosé: nostálgica, profunda, final, casi dolorosa (la belleza verdadera siempre lo es).

Dicen que estos últimos días se han visto cisnes navegando elegantemente por las canales de Venecia, más limpios que nunca gracias a la supresión de toda actividad humana. Lo tomo como una señal de buenaventura, junto al hecho de que el virus perdone a nuestros hijos.

Los niños vivos y sanos (aunque un poco aburridos, a ratos, en casa) y los cisnes de Venecia son la señal inequívoca de que saldremos de esta. Y de que volveremos a Venecia.

* Escritora