Ayer, la OCDE rebajó el crecimiento de la economía mundial medio punto para este año. En dimensión, representa un mazazo considerable más allá de las pobres expectativas que formuló en sus últimas previsiones del pasado mes de noviembre. El proceso de deconstrucción de la globalización ha tomado velocidad gracias al coronavirus y el asunto no es baladí. La pérdida de fuerza de las cadenas globales de valor por el repliegue paulatino de las grandes corporaciones hacia sus países de origen (el exterior ya no es tan fácil, barato y, sobre todo, seguro), se acelera por las consecuencias de una epidemia imprevisible, aún cuando sus efectos sobre la salud sean bastante más limitados que sus antecedentes.

Pero el impacto económico está ahí. El cisne negro del sobrecoste por el coronavirus es de suficiente magnitud como para tenerlo absolutamente en cuenta a la hora de prefijar definitivamente los PGE. No es cosa de broma. Y menos aún, de frivolidad o activismo adolescente. De hecho, esta desglobalización tiene que más que ver con la geoestrategia y la guerra entre Estados Unidos y China por el liderazgo mundial que con el proteccionismo, que no es sino la excusa y la herramienta.

Mañana miércoles, los ministros de finanzas de la Unión Europea mantendrán una conferencia -telefónica- para coordinar las actuaciones conjuntas, presididas por el anuncio de Italia -país más afectado de la UE- de un paquete de ayudas de 3.600 millones de euros para hacer frente al virus. Y aunque los criterios de déficit se relajen, que es lo más probable, aprovechar la situación para seguir aumentando la deuda sin más interés colectivo que el apaciguamiento puntual de los cantonalistas es muy mal camino.

El margen de maniobra del Banco Central Europeo es corto. Adentrarse en ese mar de los sargazos que son los tipos oficiales de interés negativos no es una simple cuestión de riesgo. Es un lujo que no estamos en condiciones de permitirnos.

* Periodista