España, como país, se ha perdido el respeto. España ha dejado de mirarse al espejo como en tiempos de Aznar, si es que fueron alguna vez reales, para decir y decirse que estaba entre las ocho primeras potencias. Ahora la potencia es la corrupción; la marca España, es la corrupción; lo que más exportamos, lo que abre los periódicos internacionales cuando se trata de España, es la corrupción. Podemos decirnos que esa corrupción es política o sistémica, pero es algo más profundo, ha calado y habita debajo de la piel, como hemos visto estos días: porque solo un país degradado, que ya no se recuerda en una dignidad propia, es capaz, primero, de convertir en una suerte extraña de musa cuartelera de la vulgaridad a una mujer cuyo mérito fue quedar embarazada de un torero hoy retirado, para, dieciocho años después, acosar hasta el maltrato digital a la hija de la pareja que no fue, en un caso increíble de canallada en directo, ridiculizando a una criatura adolescente que es hija de su madre, y nada más. Esto es corrupción moral. Mientras, Mariano Rajoy comparece en la Audiencia Nacional, poniéndose impertinente --burlesco, podríamos decir, que en él queda borde-- con un abogado --«No parece un argumento muy brillante», llegó a decir, él, que tiene Internet plagado de recopilaciones de su antipoética del absurdo verbal--, negándolo todo, no sé nada, no sabía nada, no estaba allí, yo no me encargaba de eso; o los mensajes de móvil, «Hacemos lo que podemos Luis, sé fuerte», que tampoco significaban nada, no eran nada. La confianza pública ha vivido, con esta comparecencia, su degeneración máxima: la corrupción no habría sido posible, los sobresueldos de Bárcenas no habrían sido posibles, por acción u omisión, sin Mariano Rajoy. Él lo sabe, nosotros lo sabemos y él sabe que nosotros lo sabemos. Pero no pasa nada y no pasará nada. En el país de Rajoy, con su circo siniestro de dioses y monstruos, hagas lo que hagas, como dijo Cela, el que resiste gana.

*Escritor