Si vindicamos, con ánimo autocomplaciente, que los viejos roqueros nunca mueren, imagínense con los clásicos. A Hobbes no lo hemos dejado tranquilo en todo lo que va de siglo. Este filósofo inglés, que vivió a caballo entre los siglos XVI y XVII, no nos endosó la tonta encrucijada de querer más a papá o mamá. Su reto era el de las lentejas. Libertad o seguridad. Y este acomodado mundo ya lo tenía muy claro mucho antes de la dramática puesta de largo de este milenio, con Mohamed Atta estrellando toda su ignominia contra las Torres Gemelas: una vez que has probado el pata negra es difícil volver al recebo. La civilización ha aceptado las restricciones individuales como un mal necesario para luego caer en la incongruencia de su enfurruñamiento. Histriónicas protestas para luego despelotarse como un corderito en las redes sociales.

Esta dualidad imperante ha acentuado, merced a la pandemia, una nueva variante que puede desentonar los términos de la matriz. Ha irrumpido con fuerza la dicotomía entre compromiso y cinismo. Aceptamos esa carga hipotecaria que nos aleja de utopías libertarias. Pero al mismo tiempo, es la propia sociedad la que se autodespluma de su pensamiento crítico, escorando cada vez más la rebeldía hacia la estulticia; empujando también a la lucidez a abdicar frente al cinismo. Este siempre ha sido el gran damero de la clase política, pero en las actuales circunstancias la mayoría de sus componentes se están poniendo moraditos.

Lo de Fernando Simón no tiene nombre. Jactarse de ser augur a toro pasado y usar al mismo tiempo el látigo del templo es toda una delicatessen de cinismo. Hemos asistido a una expresión culmen del borreguismo, visionarios todos del desastre de las navidades -aquí también el presidente de Andalucía pedía un esfuerzo previo para cantarle a la marimorena-, para caer en el redil de un extraño estoicismo, montando un rave con cuñados y suegras. La paradoja se lo está pasando pipa como árbitro de esta diatriba: el Gobierno más izquierdista se está encontrando a gusto con las letras de oro del liberalismo: el laissez faire, muchas veces sin dejar, ni hacer.

Lo de Fernández Vara también ha sido antológico. La comunidad científica haciendo la carrera del Yukón para agilizar la inmunidad, y aquí vendemos parsimonia ¡Qué manera tan grotesca de enturbiar la prudencia! En esta resignación generalizada que tenemos con nuestros dirigentes, una de nuestras últimas bazas sería exigirles una capacidad de anticipación. Y si falla, para eso está la metafísica de misal: Dios proveerá. También han practicado esta prudencia el Gobierno vasco pero éste, como la banca, siempre gana.

Pero para buenos chuletones de cinismo, qué mejor que el aplazamiento de las elecciones catalanas. Qué bonito y florido que los extremos se toquen, indepes y españolistas unidos por una causa común. El argumentario oficial se basa en la prelación del derecho a la vida, razón más que suficiente de peso. Me escaman, sin embargo, las tiriteras demoscópicas, las defensas débiles tras el golpe de efecto del candidato Illa. Una estrategia perfecta, pues si los socialistas se negaban, todos saldrían a degüello a sostener que su prioridad eran los intereses electorales, por encima de doblegar la pandemia. Y si se apunta al carro, más tiempo hay para no temer a este lobo feroz con flequillo y gafas de pasta.

El cinismo es preciso para que no se gripe el inconformismo. Pero ahora campa a sus anchas gracias a esta piramidal magistratura de ponernos todos de perfil. La crítica constructiva la está usurpando una radicalidad idiota y conspiranoica. El compromiso no es el estribillo de una misa dominical. Para empezar, bastaría con ser consecuentes. Pero eso es mucho pedir.

* Abogado