Me había acostumbrado a que entre los escaparates de mi barrio hubiera uno lleno siempre de libros: una isla entre tanto bar y tanta franquicia, la excepción ante la que cada día merecía la pena detenerse. Una de las sorpresas más tristes de este principio de año ha sido descubrir que ese espacio ya no existe, que como tantos otros en la ciudad luce un cartel de «se alquila». Una vez más mi alma de lector romántico ha quedado malherida y he sentido que arrancaban un trocito no solo de ella sino de la misma ciudad. Porque cada vez que se cierra una librería es como si amputaran un nervio al organismo, el cual por supuesto seguirá viviendo, pero con menos inquietud ante el presente y con frustradas ganas de mirar el futuro.

Se acabó 2016, ese año con el que un día soñamos en esta ciudad, y apenas nadie recordó que hubo un momento en el que no solo todas las instituciones sino también y sobre todo la ciudadanía se entusiasmaron con un proyecto colectivo. Un proyecto que, más allá de la competición absurda y de los fuegos de artificio, podría haber sido el pretexto para construir un relato esperanzador. Sin embargo, y como en la peor de las fábulas, el fracaso no se aprovechó para remontar el vuelo desde todo lo bueno que había empezado a fraguarse. Las instituciones optaron por la respuesta más cómoda y habitual en esta ciudad, en la que sobran los silencios y faltan los compromisos, en la que parecemos siempre empeñados en dejar morir las oportunidades al tiempo que nos dejamos deslumbrar por el brillo de lo inmediato. Y la ciudadanía, una vez más, les siguió el juego, replegándose en sus laberintos cómodos y placenteros, cosidos con el hilo de la queja permanente y con la aguja de la indolencia que solemos confundir con la serenidad o incluso el senequismo.

Recién nacido el 2017 continuamos sin tener claro qué modelo de ciudad queremos y mucho menos cómo hacer compatible el ilustre pasado con un fututo en el que el ayer debería ser una oportunidad y no una losa. Seguimos enfrascados en los debates eternos, como si estuviéramos empeñados en copiar las estrategias de los grupos políticos de La vida de Brian, y no renunciamos a ser nuestro peor enemigo. De ahí que no debería extrañarnos que los talentos huyan y los visitantes no pernocten. Nos hemos convertido en una larga sucesión de veladores que otorgan a la ciudad un brillo tan fugaz como el del calor de un café en una terraza.

Eso sí, al fin tenemos abierto el impresionante C3A, que evidentemente no ha sido asaltado en estos días festivos por las mismas colas de cordobeses y cordobesas a los que no importa el frío con tal de conseguir gratis un trozo de pastel, que se ha convertido en la gran metáfora de lo que Córdoba da de sí. La apertura de ese espacio mastodóntico y tan vacío y el cierre en paralelo de la librería Utopía resumen a la perfección la prisión en la que estamos, sobre todo en lo que tiene que ver con el desarrollo cultural de la ciudad. Ambos acontecimientos nos demuestran que el disco duro continúa sin reiniciarse. Continuamos siendo esclavos de eventos grandilocuentes y de grandes pistas en las que no aterrizan aviones o bien permanecen varados como el que está cubierto de telarañas frente al río. Nos sigue faltando un plan estratégico que sirva para crear industria, públicos y redes. Y que al mismo tiempo nos permita superar la esclavitud del turismo y la negación inmisericorde de nuestras potencialidades. Todo ello sin renunciar a la utopía porque, como bien dice Boaventura de Sousa Santos, ya que «muchos de nuestros sueños fueron reducidos a lo que existe, ser utópico es la manera más consistente de ser realista a comienzos del siglo XXI».

* Profesor titular acreditado al Cuerpo de Catedráticos de Universidad de la UCO