Lástima. Habrá quien crea que una taberna y un bar es lo mismo. Habrá hasta a quien le guste el cambio. La inconsciencia gusta más del anhelo de la sorpresa que del recuerdo y apreciación de lo perdido. Como decía César Brañas: «Amo en las gentes lo que hay de inconsciente, de alegría, de asombro, de incierta espera». Fricciones que se producen en un entreacto global que se nos muestra en lo macroeconómico y en lo doméstico, en lo globalizado y en lo del barrio, en lo lejano y en lo inmediato. Lo que ayer viste en las noticias de curiosidades, hoy casi te atropella por un carril rojo que ha aparecido en la acera. Sin entrar en grandes historias, en Córdoba por ejemplo, se va repitiendo un caso que es consecuente con estas circunstancias. Tabernas que encarnaban lo sólido, lo autóctono, lo identitario, lo recordado, lo cultural, lo fraternal... sucumben; porque sucumbe la estabilidad, lo cotidiano, lo afectivo, lo transmitido, lo altruista... Gana terreno la impersonalidad de las grandes cadenas de comida rápida, franquicias, reseñas en Internet, locales de diseño estrafalario, y repartidores cargados con su cajón a toda pastilla sobre dos ruedas atendiendo cualquier pedido hecho a golpe de App. Donde una nueva ola de clientes móvil en mano obtienen más disfrute de la excitación por el descubrimiento de la rebuscada originalidad de un nuevo sitio al que no volverán jamás, que de crear tertulia en un establecimiento que desde hace décadas forma parte de paisaje urbano. Se ha iniciado una competición por entrar en este mercado y destacar que tiene su fundamento; disfrutamos de un clima agradable que nos empuja a salir a la calle, nuestra cultura y modo de relación hace que a nivel nacional destinemos un 10% del presupuesto familiar a consumo en bares y restaurantes, y vivimos en la segunda potencia turística del mundo donde el sector hostelero alcanza el 7% de nuestro PIB. Estos datos, apreciables a simple vista, son los que mueven a intentar subirse al carro del negocio hostelero a buscavidas e inversores que, aún careciendo de la cualificación y profesionalidad necesaria, se atreven con su osadía. Debería ser al contrario. Dadas esas cifras, la hostelería española debería defender su posición de prestigio y contar de forma tácita con un exigente mínimo de excelencia que por sí solo disuadiese de entrar en el sector a cualquiera que no lo cumpliese. Galardones concedidos anualmente en nuestra ciudad como «Tabernero de Honor de Córdoba» o «Señora de las Tabernas» premian, divulgan y crean iconos de esa excelencia. Exponentes de una manera de entender el negocio capaz de crear vínculos con el cliente más allá de los meramente comerciales. Una forma de hacer que no debe desaparecer. Ya fue motivo de orgullo para esta ciudad haber podido evitar la extinción de los cines de verano, espacios únicos que traspasan su funcionalidad dirigida a la exhibición cinematográfica para convertirse en expresión cultural de una forma propia de interrelación social en las noches de verano. El mismo empeño se debería poner en cuanto a conseguir una protección que facilite la pervivencia de nuestras más emblemáticas tabernas, espacios también únicos y cada vez más escasos que son expresión de nuestra cultura por encima del desempeño de su actividad. No voy a rememorar ahora todas esas irrecuperables tabernas que ya han desaparecido, pero recientemente ha sido la Taberna El Gallo la que por motivos ajenos a su labor diaria ha echado el cierre tras 83 años de trayectoria. Un grupo de adeptos ha promovido una recogida de firmas para evitarlo y reclamar esa protección a la que hago referencia. No sabemos si lo lograrán pero, si así fuese y volviese a abrir sus puertas con un futuro preservado, merecerá la pena celebrarlo en su añeja barra de mármol con un medio de Amargoso.

* Antropólogo