Mañana, 18 de mayo, se cumplen cien años del nacimiento de Karol Wojtyla, en Wadowice, por entonces una pequeña ciudad de unos ocho mil habitantes, a 50 kilómetros de Cracovia (Polonia), en un sencillo hogar cristiano. Y el 20 de junio de 1920, el pequeño Karol era bautizado en la iglesia de la Presentación de la Santísima Virgen. Sus padres fueron: Karol Wojtyla, oficial del ejército austro-húngaro, profundamente religioso; y Emilia Kaczorowska, hija de un tapicero de Cracovia, maestra de escuela y costurera. Su madre, también persona religiosa, fue quien desde muy pronto le apodaría Lolek. En su número de esta semana, la revista Vida Nueva, ha publicado un pliego, con el titulo «Diez décadas con Juan Pablo II», en el que he tenido el gusto de ir exponiendo los destellos principales del papa Wojtyla, en cada década, aunque, como es lógico, reduciéndolos al máximo. En el centenario de su nacimiento, la Iglesia universal dirige su mirada a los altares para contemplar a san Juan Pablo II, y a la par, la humanidad entera desempolva sus hitos principales. Me gustaría sintetizar esos «hitos», describiendo los destellos que emana su figura. Juan Pablo II fue una gran figura del siglo XX, una presencia viva en la Iglesia y en el mundo. Aquel «titán de entre-siglos», como lo definió el arzobispo emérito de Mérida-Badajoz, don Antonio Montero, avanzado en lo social, de magisterio firme y seguro, sin asomo de fundamentalismo, tozudo en la apertura ecuménica y en la búsqueda de la unidad, fue un líder espiritual gigantesco en un tiempo -el que le tocó vivir- de tsunami moral y cultural, y con tenacidad conmovedora confirmó a sus hermanos en la fe, en la esperanza y en la caridad. Pasó del papado romano, al papado universal. Sacudió la rutina de la curia. Exigió el respeto a la vida con voz poderosa. Desenmascaró las contradicciones que hicieron caer el comunismo, el muro de Berlín. En Iberoamérica fustigó a las dictaduras. En Norteamérica, al capitalismo y al individualismo. En África, condenó la miseria, que es la podredumbre de la pobreza. En Medio Oriente, condenó la violencia. En Asia, la indiferencia. En Oceanía, y siempre, la mal llamada «cultura de la muerte», desde el evangelio de la verdad y de la libertad, de la vida sin reducciones ideológicas, ni rebajas mediáticas. Y a Europa -hoy tierra de misión quizás como ninguna otra- le reclamó: «Vuelve a tus raíces». Guardián inflexible del intocable depósito de la fe que le fue confiado -la justicia de Dios es tan divina como su divina misericordia-, fue un comunicador fabuloso, a la escucha permanente de Dios. Nos enseñó a querer a la madre de Dios y a confiar en ella, como rezaba el lema de su pontificado: «Totus tuus», «Todo tuyo». Su mejor encíclica fue la de la aceptación de la cruz, la del sufrimiento vivido y testimoniado en sus últimos años. Supo suscitar el entusiasmo de los jóvenes por Cristo, a través de las Jornadas Mundiales de la Juventud, y escribió en El taller del orfebre, que «los hombres necesitan ternura». Nos dejó como testamento su convicción plena de que excluir a Cristo de la Historia es un acto contra el hombre, y de que el mundo -que fue su aula y su parroquia-, cansado de ideologías, necesita la sacudida y el escándalo y el esplendor de la verdad, porque, si se pierde el sentido de Dios, se pierde el sentido del hombre y de su dignidad. Y porque «el derecho de Dios y el de los hombres no se puede oponer, ya que toda deformación de la verdad es un atentado contra la libertad». Nunca olvidaré una de las más hermosas definiciones que se han formulado sobre el hombre. Nos la ofreció el papa Juan Pablo II, en un encuentro con jóvenes universitarios, musulmanes, ortodoxos y ateos, en Kazajstán, respondiendo a las grandes y graves preguntas del hombre: «Mi respuesta, queridos jóvenes, sin dejar de ser sencilla, tiene un alcance enorme. Mira, tú eres un pensamiento de Dios. Tú eres un latido del corazón de Dios. Afirmar esto equivale a decir que tú tienes un valor en cierto sentido infinito, que cuentas a los ojos de Dios en tu irrepetible individualidad. Tenéis cada uno a vuestras espaldas distintos avatares, no exentos de sufrimientos». Nunca olvidaremos aquella imagen del Papa Juan Pablo II, al comienzo del Gran Jubileo del Año 2000, levantando ante la Puerta Santa el libro de los Evangelios, -gesto que repitieron cada uno de los obispos en todas las catedrales del mundo-, mientras pronunciaba estas palabras: «Iglesia en Europa, ¡entra en el Nuevo Milenio con el Libro de los Evangelios! Que la Sagrada Biblia siga siendo un tesoro para la Iglesia y para todo cristiano: en el estudio atento de la Palabra encontraremos alimento y fuerza para llevar a cabo cada día nuestra misión». Al hombre que más cerca estuvo de Juan Pablo II, su portavoz y su amigo, Joaquín Navarro-Valls, se le iluminaba la cara cuando su familia la preguntaba por el Papa. Según confidenciaba su hermano Rafael: «A Joaquín le fascinaba, en primer lugar, el lado humano de Juan Pablo II: su alegría profunda, nada temperamental, fruto de sus sólidas convicciones; su gusto por la poesía y el teatro; su capacidad de seguir tratando a sus amigos; su armonía de espíritu; su reciedumbre y sobriedad...». Mañana, en el centenario de su nacimiento, el papa Francisco celebrará la eucaristía junto a su tumba, mientras el mundo quizás recuerde alguna de sus más hermosas recomendaciones: «No tener miedo y cultivar la esperanza».

* Sacerdote y periodista