Admiro la tenacidad de los imbéciles. Me preocupa la inconstancia de las buenas personas. Polifemo siempre fue más atractivo que Odiseo. Hay en los villanos cierta ensoñación y en los héroes una simpleza agotadora. Vivimos en la era de los cíclopes. Frágiles barcazas hundidas a pedradas. Un solo ojo, fijo e inexpresivo, brutal e ingobernable. Ni el párpado de la duda. Todos estamos cargados de razones. Todos estamos obsesionados con elevarlas sobre las razones de los demás. Competimos con el ruido. Nos enfadamos si no es nuestra voz la que silencia a las demás voces. Siempre hay un pero. Un matiz. Una aportación. Un retorcimiento de la palabra ajena. Soy un fantasma aburrido que vaga eternamente por los mismos pasillos. Las columnas de opinión, qué exceso.

El pasado miércoles me quitaron un pólipo de la cuerda vocal derecha. Era enorme, dijo el doctor, y me ha dejado una buena cicatriz. Tengo que guardar silencio durante, al menos, dos semanas. Ni una palabra. Ni susurrar. Nada. Miro y escucho. Escribo en una pizarrita Velleda. Cuando llegué a casa del hospital me puse la banda sonora de ‘El Piano’. Para concienciarme. La composición de Michael Nyman da sentido a la historia de Ada McGrath, obligada a casarse con Alistair Stewart, enviada a Nueva Zelanda, privada de su piano, del amor, y de su voz. Un cuento gótico que veo cada poco. Una de mis películas preferidas. Me siguen emocionando los acordes y el vuelo infantil de Anna Paquin, dulce traidora. Me acordé de Ada cuando escribí «estoy bien» en la pizarra. Porque no estaba bien. Recordé su soledad. El silencio se habita con incomodidad. ¿Quién es capaz de no decir nada pudiendo decir algo? Es la última frontera de nuestros días: contenerse. Dejar que otros hablen. Visto así, parece un lujo asiático.

De los grupos de Whatsapp de mamás y papás a las salas de espera del ambulatorio, de los desayunos del trabajo al tercer tiempo de las pachangas: siempre hay una excusa para discutir. La conversación construye, la soflama derriba muros milenarios. Cuando nacemos, Dios nos asigna una enorme lupa, para poder mirarnos el ombligo, y un púlpito, desde donde decirles a los demás lo que deben pensar. Hemos perdido interés en compartir. Los tiempos del cíclope, decía. Un solo ojo. Una visión inamovible, fiera. Ahora que no tengo voz escucho con vigoroso interés lo que tienen que decirme los demás. ¿Cuándo dejaron las palabras de ser ladrillos y se convirtieron en afilados guijarros?

Tendrá que haber un camino que me lleve donde pueda estar. He perdido interés por lo público. Siento cómo las fauces de la individualidad me destrozan. Somos un pequeño todo, pero a veces se me olvida. Fidel tiene tres años. Cuando llegué del hospital me preguntó qué había comido, como yo le pregunto a él cuando vuelve del colegio. Le miré y le expliqué con gestos lo que pude. Me miró serio y me volvió a preguntar. Volví a gesticular cómicamente, buscando su sonrisa, luchando contra mi propio silencio. Se mantuvo igual de serio. Se acercó y colocó su dedo índice sobre mi boca. Me pedía algo que no pude darle: una respuesta.

Prometo usar la voz con más hondura. Usarla para sumar y no para restar. Prometo poner mi palabra al servicio de los buenos, si es que en algún momento logro dar con ellos. Cegar al cíclope con una lanza fraguada. El silencio es un bosque que ha ardido. Un pecio invadido por el coral. El esqueleto semienterrado de una cabra. Me da miedo delegar nuestra palabra en otros que gritan más alto que nosotros. No sé hacia dónde vamos, pero estamos adelgazando nuestra voz hasta hacerla competir con el silencio. Contribuyamos con suavidad al ruido. La arquitectura del verbo. Un hogar para el aullido.