Siempre me han dado miedo los fantasmas. Se sientan a nuestras mesas y hablan, hablan y hablan. Presumen de lo que no tienen. Desprecian lo que otros atesoran. Convierten los trapos en banderas, los paseos en hazañas y las moleskines garabateadas en sesudas novelas contemporáneas. Los otros, los ectoplasmas, los de la sábana, me preocupan menos. Giran los pomos, me desordenan los papeles, susurran al oído mientras duermo. Me recuerdan que nada somos. Los miedos cambian con los años. De fantasma en fantasma, de pesadilla en pesadilla, maduramos. De niño me aterrorizaban las brujas. Que entraran en mi habitación, que me raptaran y me guisaran para comerme. Siempre fui un niño gordo. Me veía a mí mismo como un bocadito irresistible; lanzado al sofrito, una vieja rechupeteando mis tibias. Me hice mayor. Otros monstruos me quitaron el sueño. Si tuviera que salir esta noche a pedir caramelos, lo haría disfrazado de Hipoteca Variable. O de Whatsapp Enviado Borracho a Exnovia. O de Derrama Arreglo Portal. O de Jefe Pidiéndote Unos Minutillos Para Hablar De Un Tema. O con un disfraz de Mañana en Ikea. Cosas así.

Estar acojonado es un derecho. Me angustian los valientes. Los echados para adelante. Me abrazo al cojín y me tapo los ojos cuando algo crepita en la pantalla. Temo al paro y a los goles en el descuento. Temo a la fiebre de mis hijos. Temo a hacerme viejo y no valerme por mí mismo. Temo al abandono. Temo a las goteras. Temo las torpezas ajenas. Temo las torpezas propias. Temo a los que hablan de sí mismos en tercera persona. Temo a los que presumen de ser sinceros. Quizá la vida es una coreografía de terrores. Un camino marcado por los miedos, las inseguridades, el dictado de sombras. Como si avanzáramos, no en la búsqueda, sino en la huida. Pasa que en la vida no se puede quedar la luz encendida para espantar a las tinieblas. Que a pleno día también nos persiguen las fieras. Eso no lo saben los chavalillos que hoy pedirán caramelos, si es que los piden, si es que el virus no ha frenado también la glotonería infantil. Tampoco lo sabía el niño que, en mis tiempos, acompañaba a su abuela al cementerio. Tengo cuarenta años. Parecen pocos pero ya digo «en mis tiempos» achinando los ojos y como entre brumas. El tiempo va más rápido que Flash con un apretón. Decía que cuando yo era niño, antes de que Halloween llegara para quedarse, estas fechas eran de brasero, gachas y flores. El Día de Todos los Santos. Escaleras para limpiar los mármoles. Gitanos vendiendo crisantemos. Y luego una niebla melancólica en la salita de estar. Así pasábamos antes el día, sin disfraces ni chucherías. Nuestros miedos eran pedestres. La pérdida. Los adioses precipitados. Mantener limpio el recuerdo. Seguir, a toda costa.

Por lo visto, en algunos colegios ya no se hacen fiestas Halloween porque los niños no distinguen la fantasía de la realidad. Pienso, no sé, que a lo mejor los niños creen que sus compañeros se han convertido en zombis de verdad y que el verde en las mejillas no es maquillaje sino maceración. Cuando crezcan van a flipar. Les va a costar distinguir la amistad del interés, el amor eterno del deseo puntual, las proteínas de los hidratos, la muerte del olvido. Todos arrastramos nuestras cadenas, no hay que esperar fechas señaladas. «Tengo miedo de cerrar los ojos, tengo miedo de abrirlos», dice Heather Donahue en La Bruja de Blair. Nunca fui devorado por una de ellas, pero el mundo me deglute poco a poco. No hay trato, tampoco sustos; solo temblores y noches en vela. Quiero mi ración de gominolas.

* Escritor