Nadie quizá se acuerde hoy de aquel año y mucho menos evoque la canción que marcó, de algún modo, mi forma de vivir y de entender el mundo que habitaba. En la luz del verano aún reverberan las colinas de una edad inocente que nunca ha de volver. Cuando llega el estío vuelvo al sol de mis raíces: en la espalda del tiempo flota la dehesa como un sueño amarillo, y a la luz de una ladera, el pueblo se tiende como un perro de cal. Es imposible alejarme de esa estampa. El cielo de hoy es una costra de silencio bajo la que supuran las imágenes de un grupo de niños, ya casi adolescentes, que bañan su anhelo en el verdín de las albercas al pie de una chica azul, majestuosa, incrustada en las notas de una cálida canción. Hoy cierro los ojos y toco aquella música con los dedos intangibles de la melancolía. El amor tenía entonces la nítida textura de las sombras tejidas por los melocotoneros y las altas moreras de un huerto. En la humedad titilan las notas de una melodía dulcísima, ‘Summertime girl’ (‘Chica de verano’), del grupo Los Iberos. El tocadiscos ocre está recostado en la sombra de una higuera. Finales de julio de 1968: un grupo de chicos danzan con la brisa calinosa y febril de una siesta interminable. No tiene ninguno más de doce años. Sueñan con las chavalas de su barrio, a las que abrazarán posiblemente, si ellas lo permiten, en el anochecer. Rozarán sus cinturas en la penumbra azul. Pero ahora están solos, al lado de una alberca. Y en la vaporosa paz de la hora tórrida, sueñan con las muchachas con cintillo y vaporosos vestidos de tergal.

El ambiente de un pueblo en los años de posguerra, ya en el tardofranquismo más solemne, era para cualquier niño un microcosmos habitado de sombras largas, represivas, que la música pop comenzaba a disolver: los Brincos, los Bravos, los Iberos, Massiel, Aute, Serrat, los Mustang, Andrés Do barro... Llevo atada en mi sangre la luz de las canciones que bailé en el estío del 68: aquel fue un verano de íntimos guateques en los atardeceres lentos, rojos, de un pueblo pequeño ubicado sobre un valle acrisolado por un sol vertical. Nadie recordará posiblemente, como ahora yo hago, el temblor de las moreras bajo el aliento amarillo del verano, ni retendrá --quizá ni la conozca-- entre sus sienes la límpida emoción que en mí despertaban las notas musicales de ‘Summertime girl’ (Chica de verano) fantásticamente cantada por los Iberos. Hoy hace ya medio siglo --cuánto tiempo-- de esa maravillosa y sutil canción que iba a instalarse en mi adolescencia abriéndome a un mundo que aún no podía entrever aunque, no obstante, empezaba a percibir. Camisas floreadas, flequillos redondeados, cabelleras muy largas, ritmos sicodélicos llegaban a un pueblo dormido y recostado junto a una ladera suave, horizontal. No era nada normal que un chico de once años se sintiera turbado, herido dulcemente, en mitad de un paisaje hermético y rural, por las canciones celestes de The Beatles (‘Hey Jude’, ‘Penny Lane’) y el resplandor de los Stones en ‘She’s a rainbow’ (Ella es un arco iris), o ‘Ella lo tiene todo’, de The Kinks. No entendía, ni entiendo aún, nada de inglés; pero daba lo mismo: los temas de The Beatles o The Rolling Stones que acabo de citar levantaban en mí olas de aguas cristalinas y cerezas de luz que fosforecían fragantes, durante unos instantes sutiles, en mi interior. Y, luego, estaba aquel tema de los Iberos, la inolvidable ‘Chica de verano’, que la voz de Adolfo Rodríguez, vocalista y guitarra del grupo, doraba de un temblor de rosas y campánulas que a mí me transportaban a una especie de edén sublime, angelical, que durante unos minutos alfombraba mi conciencia y me hacía sentir que huía de la opresión y la severidad que había en torno a mí.

Hay canciones que viven pegadas a nuestro espíritu desde la claridad de la niñez y ya forman parte de nuestra identidad. Hoy nadie recordará probablemente que estamos en el quincuagésimo aniversario del nacimiento de una canción sublime: «summertime girl», el gran tema de los Iberos. Ha llovido muchísimo, es cierto, desde entonces; pero la hermosa efemérides es para mí un acontecimiento insoslayable. Cuando vuelvo a escuchar ‘Chica de verano’, la voz diamantina de Adolfo, el vocalista del grupo Los Iberos, me lleva en un instante a una edad de albahaca y melocotoneros en mitad de una huerta donde un adolecente sueña con el cintillo y la mirada de una chica del barrio para rozar su talle en un baile romántico, lánguido, infinito, que, cincuenta años después de aquel verano, alcanza los límites de la eternidad.

* Escritor