Un buen libro es la preciosa savia del alma de un maestro, embalsamada y atesorada intencionalmente para una vida más allá de la vida. Es un epígrafe de John Milton que Florence Green lee mientras clasifica los libros de su recién abierto bookshop en Hardborough, un pequeño pueblecito pesquero de Suffolk, a mediados del siglo pasado. Allí transcurre la acción de La librería, la novela de Penelope Fitzgerald con cuya adaptación cinematográfica Isabel Coixet es hoy la tercera mujer galardonada con el Goya a la mejor dirección en la historia de estos premios. La antecedieron Pilar Miró ( El perro del hortelano y Beltenebros) e Iciar Bollain (Te doy mis ojos). Es también la única que suma ocho cabezones y que reúne los dos de dirección que se conceden (como novel lo logró con La vida secreta de las palabras). Los libros han recompensado en ambos casos a la directora catalana a la que su madre defendía cuando se escaqueaba para leer, a la hora de fregar los platos, diciéndole al padre «Déjala, que para algo le servirá». Y vaya si le ha servido.

Hay dos pequeños detalles en el guión (también premiado) que reflejan esta afición y que no figuran en la novela. Por un lado Coixet rinde homenaje a su particular autor de cabecera y convierte a Mr. Brundish en un fan de Ray Bradbury a través de Farenheit 451, Crónicas Marcianas y El vino del estío. Bradbury, todo un clásico de la ciencia ficción, es un escritor de culto para muchas personas. Es difícil no sucumbir a su capacidad de sugerencia, la originalidad de sus planteamientos o la sutileza de sus ironías. Por otro lado, era también un enamorado de los libros y la alusión a Farenheit permite a la directora habilitar un doble loop final en el que, usando sus propias palabras, suaviza el desenlace de la novela, dejándonos ese regusto agridulce que hace al film tan singular. Chicho Ibáñez Serrador fraguó buena parte de sus míticas series Historias para no dormir y Mañana puede ser verdad adaptando cuentos de Bradbury, quien tenía una fórmula infalible para escribirlos: finalizar uno cada semana. «Es imposible escribir cincuenta y dos malas historias seguidas», afirmaba.

Y es que las pequeñas librerías de provincias son propicias para toda clase de planteamientos. Sobre todo sin están en pueblecitos costeros. En Galicia, por ejemplo, la inspiración de Ramón Pernas dio a luz el año pasado en El libro de Jonás a la librería Nemo. Su propietario es un apasionado del mar y sus secretos, de los libros de aventuras, piratas y navegantes en una localidad donde, como en Hardborough, leer no es una costumbre arraigada y en consecuencia hay que ejercitar toda una labor de marketing y de «pedagogía lectora». Junto a los avatares del negocio, una serie de historias personales, llenas de evocación y primor literario, hacen a los libros correr parejos a infancias y mundos desaparecidos.

También en la península de Crozon, con sus espectaculares acantilados, en el Finisterre francés, cerca de la Punta de los Españoles, sitúa David Foenkinos, a caballo entre la realidad y la fantasía, su Biblioteca de los libros rechazados. Una estimulante comedia satírica donde celebra el amor por los libros y el poder de las palabras al aire de un misterio y de la vida de una pareja. Pero no hace falta ir siempre a la ficción y a un puerto de mar. En la vida real, si en algún momento circulan por la A6, paren por ejemplo en Urueña, la primera Villa del libro de España. Además de dar un relajante paseo de evocaciones medievales raro será que salgan sin comprar uno.

Coixet, como buena lectora, sabe que la historia de cualquier ciudad es también un poco la historia de sus bibliotecas y de sus librerías. Reales o ficticias. Porque en ellas reside buena parte de la capacidad de despertar inquietudes creadoras en una comunidad. No en vano, Mr. Brundish asegura que entender las cosas hace que la mente se vuelva perezosa. Hace falta estimularla para adentrarse en las que no se entienden. Hoy esa pedagogía lectora se traduce en ferias presentaciones, exposiciones, conferencias, música, lecturas poéticas… y por supuesto en todo un mundo de actividades orientadas hacia los niños. Son los espíritus más propicios para ello.

Siempre se puede salir enriquecido de una librería, aunque a veces no del modo que uno pensaría. Verán, hace unos días, en una de ellas, pude ver cómo un émulo de Harry Potter hacía las delicias de los más pequeños. En un momento determinado les planteó jugar un partido de Quidditch. Así que se me ocurrió decir a un adulto que, vigilándolos, estaba a mi lado: «Bueno, para eso necesitarán traerse una escoba de casa ¿no?». «No crea que es tan fácil», contestó. «No vale una cualquiera. Hay las barredoras, las estrellas de plata, la Nimbus 2000, la 2001 y la Saeta de Fuego, pero ésta es solo para profesionales...». Como a Coixet, no sé para qué me valdrá ese conocimiento. Pero me fuí hecho un experto.

* Periodista