Treinta y dos años ya del accidente de Chernóbil. La humanidad no aprendió la lección, pero mucha gente no olvida, yo tampoco. El 26 de abril de 1986 tenía veintiún años recién cumplidos, y aún me duraba la resaca de lo que el 12 de marzo había pasado: el referéndum sobre la OTAN. El PSOE nos había prometido un referéndum para salirnos, y nos encajó una consulta para quedarnos: 57% sí, 43% no.

Fue mi primera campaña y la de otras muchas compañeras y compañeros que aún siguen batallando en uno u otro frente. Me tocó ir a algunas mesas redondas a defender el «no» en representación del Movimiento de Objeción de Conciencia, como parte de un bloque alternativo cuyo núcleo éramos convencidos pacifistas y ecologistas. Ganamos las calles, pero perdimos las urnas; así que España siguió en la OTAN, aunque incumpliendo las condiciones que el propio Gobierno impuso en la pregunta; hasta en eso nos engañaron.

En el debate sobre la OTAN la cuestión de la energía nuclear, civil o militar, estuvo siempre presente. La tecnología nuclear representaba algo indisociable de la opción estratégica militar de la Alianza Atlántica, y las centrales nucleares formaban parte de ese modelo.

Cuando la central nuclear de Chernóbil hizo lo que decían que era imposible que hiciese una central nuclear, explotar, una congoja produjo a todas las mujeres y hombres que algo sabían de los efectos de la contaminación radiactiva. Fueron días de angustia por el sufrimiento de tantísimas personas, por las evacuaciones masivas, por la ocultación de datos, por la trayectoria de la nube radiactiva... Y angustia por vivir esta catástrofe, precisamente cuando nuestro país acababa de reiterar su permanencia en una alianza militar que incluye al armamento y la energía nuclear en su más honda esencia.

Nunca sabremos cuántas personas murieron, ni cuántas morirán aún; cuántos niños más enfermarán, ni cuánto de aquel material radiactivo respiramos todavía.

En el 86 creímos algunas y algunos que quizás aquel desastre obligaría a entrar en razón; pero no. Se nos dijo que allí pasó lo imposible, porque los soviéticos eran unos chapuzas, pero que en occidente era imposible. Y llegó Fukushima, el 11 de marzo de 2011, y lo imposible volvió a ocurrir, no en un país soviético, que no había, sino en el más capitalista de oriente: Japón.

Chernóbil fue mes y pico después del referéndum OTAN, y Fukushima dos meses antes del 15-M. Quién sabe si el referéndum de la OTAN hubiese sido distinto de haber tenido lugar después de Chernóbil. Quién sabe... da igual. El caso es que los acontecimientos «imposibles» de Chernóbil y Fukushima debieran ser suficientes para planificar el cierre de las centrales nucleares.

Y eso debemos hacer, cerrar las nucleares, porque aunque no exploten los reactores no tenemos derecho, ningún derecho, a dejarles a nuestras hijas, nietas, bisnietos... Unos residuos radiactivos que hay que cuidar durante siglos o milenios. No tenemos derecho a imponer tal carga a las generaciones futuras, no tenemos capacidad alguna de poder garantizar que dentro de quinientos o mil años podremos seguir cuidando de los residuos radiactivos.

A la central de Chernóbil se le construyó un inmenso sarcófago de acero que no ha durado ni 30 años. En 2016 se inauguró el llamado Nuevo Sarcófago «seguro», una estructura de 30.000 toneladas y 1.500 millones de euros, más alto y ancho que la Estatua de la Libertad y un cuarto de kilómetro de largo. Dicen que durará 100 años... ¿Y después? Mientras, Fukushima sigue vertiendo toneladas de agua radiactiva al mar y las centrales nucleares españolas incrementan sus envíos de residuos a El Cabril, un cementerio nuclear en la provincia de Córdoba, que ni es el sitio adecuado, ni preguntó nadie a nadie si queríamos esto aquí. Habrá que hablar sobre qué se hace con los residuos radiactivos, pero no mientras la intención sea seguir produciéndolos. Planifiquemos el cierre de las centrales nucleares y hablemos.

En 1986 pudimos tomar un rumbo distinto y preparar una transición energética renovable, que nos liberara de custodiar residuos por siglos, nos permitiera frenar el cambio climático y nos hiciera menos vulnerables al inevitable agotamiento del petróleo. Aún podemos acometer esta tarea, pero cada día que pasa estamos peor situados para afrontar con éxito este reto planetario, de país y de ciudad.

* Concejal de Ganemos Córdoba