Entre las emociones más recónditas que almaceno en mi alma hay una que regresa, cuando menos lo espero, a inundarme de amargura. Y, sin embargo, no es una imagen gris, sino más bien liviana y agridulce. Es como un pájaro atado a mi memoria que, de tarde en tarde, suele alzar el vuelo del fondo del corazón sin hacer ruido. Uno de esos recuerdos que jamás nos abandonan y, de alguna manera, siempre nos persiguen, aunque parezca que duermen aletargados como humildes lagartos bajo el resplandor del tiempo en una pared letárgica e invisible. Al que hoy me refiero fermentó hace muchas décadas muy dentro de mí y jamás me ha abandonado. En el aparecen unos padres con sus hijos subiéndose a un autobús lento, invernal, que los llevará muy lejos de su tierra, bajo el pertinaz frufrú de una llovizna que empapa mi barrio de una orfandad profunda.

Uno arrastra el complejo de haber llevado desde niño una vida sencilla, fácil, favorable, atada al terruño natal, cuando hubo otros que, en su más tierna infancia, hubieron de alejarse y salir de su tierra en busca de horizontes menos dañados y heridos por la pena. El dolor de los otros desde siempre ha lacerado la luz de mi alma como una densa ortiga. Y el dolor del exilio o la emigración, aunque no lo he sufrido, debe ser muy duro. Mi espacio infantil fue un barrio marcado por la diáspora de la emigración. Y eso no se olvida. Mi mejor amigo salió con sus hermanos y junto a sus padres hacia unas minas de León y estuve más de dos días llorando en casa, como si lo hubiera perdido para siempre. Otro de mis amigos de la infancia emigró con su gente un día a Barcelona y estuve sin verlo durante varios años. Éste último vino hablando del dolor que, al principio, sintió al desgarrarse de la tierra para adaptarse a un paisaje muy distinto, una enorme ciudad que le sobrepasaba. Esa misma impresión, la de mi amigo de la infancia, la sintió muchos años después, ya en este siglo, el escritor Javier López Menacho, hijo de un primo mío, que hoy nos cuenta su experiencia genuina en el libro Yo, charnego, donde refleja, entre otras impresiones, la sensación que tuvo hace una década el día que llegó a instalarse en Barcelona con las manos vacías, a ciegas y sin trabajo. Aunque yo no he vivido nunca esa experiencia, ahora la llego a sentir, por mil razones, como si a mí me hubiera sucedido. Todas las peripecias, las vivencias y las reflexiones que habitan Yo, charnego, aletean en mi interior como hábiles abejas libando el dulzor que aún flota en mi amargura. En estos momentos de hosca reclusión la lectura de un libro me ha servido de terapia para limar la costra del dolor que cubre mi alma con un resplandor balsámico en el que hallo migajas de consuelo. Nunca hube de residir en ningún lugar que estuviera a mil kilómetros de mi ámbito. Mientras yo resistía en el centro de mi tierra, profundamente adherido a sus raíces, otros sufrían un exilio lacerante que les hacía sentirse en muchos casos, de algún modo, extranjero dentro y fuera de la suya. Ese puede que sea el mayor castigo del charnego que, al volver a su pueblo, suelen llamarle catalán, mientras en Cataluña lo tratan de andaluz, más de una vez en un tono despectivo. El charnego es un ser condenado a subsistir o a resistir viviendo entre dos ámbitos, entre dos tierras lejanas y muy disímiles. Las novelas de Juan Marsé han dibujado ese sentimiento dual de desamparo, desarraigo y entrañamiento paradójico, o atípico arraigo, que experimentan los charnegos residentes, desde hace décadas, en Cataluña. Como define con mucha lucidez y gran precisión Javier López Menacho «charnego es sinónimo de desarraigo, de dolor u olvido, pero al tiempo de resiliencia, de adaptación, de recuerdo, de libertad». Es una definición bastante exacta, a mi modo de ver, del emigrado de su tierra que respira inmerso en un limbo inconsistente como el cauce de un río que lo lleva y que lo arrastra de una orilla a otra orilla en un infinito viaje.

En algún momento del libro Yo, charnego uno siente amargura, impotencia y desazón, cuando lee la andrajosa y cerril definición que hizo de los andaluces hace unas décadas el honorabilísimo Puyol tratándonos de haraganes, zafios e incultos. Contra la sucia opinión de este hombrecillo, López Menacho arguye el resplandor de la cultura andaluza que dio nombres como los de Lorca, Picasso, Juan Ramón, Vicente Aleixandre, Séneca, o Cernuda. No digo que en Cataluña no haya nombres y artistas genuinos de altura universal (pienso en Josep Pla, Joan Miró, o Dalí, entre otros), pero eso no implica que allí se nos dibuje a base de tópicos e incómodos adjetivos. En el fondo, el charnego se siente catalán, a la vez que andaluz, murciano, o extremeño. El charnego andaluz que es Javier López Menacho nos muestra un retrato cálido, sutil, armónico y equilibrado, positivo, de los andaluces que habitan Cataluña y se sienten bien acogidos en dicha tierra, como a él le sucede viviendo en Barcelona, ciudad bella y hermosa, añil, cosmopolita.

* Escritor