Sé bien que entro un poco a contratiempo, a «ahora toca lo que toca» después de que Medina Azahara por fin sea patrimonio no solo de Córdoba, sino también del mundo mundial... Pero lo confieso, estoy enamorada. Y en cuestiones de amores soy implacable: cuando quiero, quiero mucho y no miro a otro. O a otra. Enamorada de uno de esos amores canallas que a veces te hace feliz, y a veces te demuestra lo nocivo que puede llegar a ser... Y Y es que hace unos años me regalaron el primer ejemplar de la serie sobre la Roma clásica de Colleen McCullough... Sobre Roma y la «gens Julia» y aledaños... Solo uno. De los que restaban por obtener y leer ya me encargué personalmente.

A mí que la historia me priva, me «presta» (que dicen en el norte), me pierde, me gana de forma rotunda y sin contemplaciones y los libros de Colleen (y por ende sus personajes) me tomaron por asalto. No podía ser de otra forma, los romanos de entonces no gastaban precisamente medias tintas. De hecho, hoy en día están considerados (aunque con la boca pequeña porque es obvio que no se entendería nuestro mundo sin la Roma clásica) unos genocidas en toda regla: llegaban, veían, vencían y arrasaban sin contemplaciones.

Andaba yo de parte a parte del mapa, de sofocón en sofocón, porque no sabían guardar las mínimas formas con aquellos que conquistaban, cuando fui a dar con la batalla de Munda (allá por las cercanías de Montilla) y sus circunstancias, en los textos de Collen. Julio César venía, hacía ya un tiempito, de cruzar el Rubicón y de perdonar las faltas y delitos de todos aquellos que osaban (o al menos lo intentaban) parar su camino hacia el gobierno de una Roma un pelín más en orden. Bueno, en su concepto de orden, claro está. Le dio por ser benevolente... Algo así como Sánchez, pero en romano.

Pero miren ustedes que con el único que no conseguía hacerse del todo fue con Cicerón para quien el fin (el buen gobierno de Roma) no justificaba los medios de Cesar («aquí estoy porque he llegado»). Sin embargo, a Julio Cesar las cosas de Cicerón casi le hacían gracia... Hasta que dejaron de hacerle la más mínima. Y es que por las vísperas de la batalla de Munda, Cicerón se dejó caer con algo así como un artículo de opinión sobre el futuro César Imperator. Y opinaba, entre otros temas «menores» que el futuro Cesar gastaba poca hombría (léase en el sentido sentimental del tema). Eso para un romano era impensable, imperdonable, inconcebible, intolerable y todos los in hasta entonces inventados. Para Julio Cesar, pecado mortal de necesidad... Ya lo fue en su juventud, cuando a falta de algo de qué acusarle algunos sacaron los pies del plato pretendiendo hundir su incipiente carrera en la «res publica». Por aquellos entonces resolvió el tema a sugerencia de su madre (!ay las madres cómo «semos» cuando nos tocan a los hijos!) tomando por campo de batalla las alcobas de las esposas de aquellos que habían tenido a bien levantar tal falacia. Ni que decir tiene, que fue una guerra ganada para desdicha de ellos y para goce y disfrute de ellas. Todo ello, según Collen, a la que doy todo el crédito del mundo porque al parecer hizo un trabajo de investigación impecable para novelar toda esa parte de la historia...

Pero en esta ocasión, el campo de batalla iba a ser otro. Y como Cicerón le pillaba un poco de mano, pagó por él la Corduba de entonces tras la batalla de Munda: en ésta ocasión César... Cayo Julio César, debió pensar (adelantándose a Miguel Hernández) «no perdono a la tierra ni a la nada» y obró en consecuencia.

De lo ocurrido en la ciudad que llegó a ser una de las capitales más importantes de Roma posteriormente ahorro los detalles que Collen da en sus textos. Pero decir, que por mi parte, desde entonces tampoco perdono a Julio César su arrebato, ni a Cicerón su «bocaza». Y desde entonces comprendo por qué Córdoba se «vende» a sí misma como «cristiana, judía y mora» , comprendo por qué la Córdoba romana está un poco menos puesta de manifiesto. Lo justito para ir tirando. ‘Pa’ mi gusto, claro está.

Busco a Roma en las piedras de Córdoba y también pienso en aquel día en el que Julio César dejó su huella indeleble a sangre, fuego y mala leche en sus calles a costa de la mala baba de Cicerón... Nos queda el consuelo de que los dos, con el tiempo, pagaron caro su avaricia y sus pecados. Pero me da que aquel mal día quedó para siempre grabado en el «gens cordobé» de los que sobrevivieron que aún no ha perdonado ni olvidado. Y que con el tiempo ha demostrado ser más fuerte y duradero que el «gens Julia».

* Poeta a tiempo parcial