Tras tanto desprestigio de la normalidad, en la literatura y la vida, ahora resulta que es lo deseable. Cualquier mañana abierta con el sol en los labios y el sorbo de cerveza tocando el mediodía. Leer el periódico y pasar cada página sin pararte a pensar el peligro invisible sobre la superficie del papel. Y cualquier otra cosa que antes sólo fuese una lenta costumbre de vivir. No, no me gusta nada el concepto de la nueva normalidad porque en la normalidad no estamos: ni nueva ni vieja. Es como si intentan convencernos de que el nuevo sexo consiste en no poder tocar el otro cuerpo, en no poder besarlo y recorrerlo en su tiempo despacio, esa respiración. Pues será otra cosa, pero no será sexo: ni viejo ni nuevo. Así que vamos a dejar las campañas publicitarias del Gobierno al otro lado de la realidad, que es la vivencia indómita y salvaje que no puede encerrarse en una red de eslóganes mucho más ocurrentes que ingeniosos. Vuelve no la normalidad, sino la guerrilla de la calle. Y lo hace con rebrotes de covid-19 en todo el territorio, una veintena en hospitales, residencias y pensiones, pero también en un centro de acogida de la Cruz Roja, en empresas de frutas y verduras y en reuniones familiares. Ay, tantas ganas de vernos. De brindar y abrazarnos como si no existiera el mañana, que por desgracia y por fortuna existe. Pero hablamos ya de once comunidades autónomas y de un factor de riesgo que se puede asumir cuando todavía no se ha abierto el tráfico aéreo europeo con el resto del mundo, que esto será otra guerra que se quiere ignorar. Porque la toma de temperatura, un reconocimiento facial y una declaración propia del viajero, en los aeropuertos, para las gentes que llegan, son medidas más bien de guardería, pero no de control de un virus que ha extendido sus patas de araña por el mundo, precisamente, por las vías aéreas, entre los aeropuertos y el pulmón. Y dentro del territorio, por ahora, pueden localizarse: en cuanto comiencen a llegar vuelos internacionales, podemos encontrarnos de nuevo en el horror.

La gente en general ha estado brillante en su civismo. Es una manera de mirarlo, o es más bien la buena: la otra, la contraria, sería contemplar con qué facilidad ha sido posible la paralización de un país. Sin necesidad de represión, con unas cuantas cifras que sólo se han dado en virtud del efecto que podrían causar, como población nos hemos encerrado a nosotros mismos sin pestañear. El confinamiento ha sido imprescindible: un poco más y todavía estamos bajo la guillotina general de los 1.000 muertos diarios. Pero no resulta ocioso comprobar cómo se maneja una población y se la polariza: con unas declaraciones, un par de cacerolas, unos cuantos aplausos, banderas por acá y camisetas con la cara de Simón por allá, y ya tenemos aquí las dos Españas. Un tinglado. Y las cifras reales qué importa si se dan o no se dan, si aquí ya estamos todos en una verdad propia. Si ya hemos elegido un bando. Como el talibanismo Madrid-Barça, pero con nuestra vida.

La gente lo ha hecho bien. O sea: la gente se ha encerrado y ha sido más o menos responsable. Claro que ha habido y hay descerebrados: en La Barceloneta, en las playas de Cádiz la noche de San Juan o en una discoteca de León. Pero hemos ejercido el derecho supremo de civismo que consiste en cuidar a los demás. Y los casos contrarios, la locura masiva en espacios cerrados o en terrazas, no puede imputarse únicamente a un cierto desvarío juvenil: en esta pandemia el Gobierno ha querido ocultar tanto a los muertos que ha terminado borrándolos de las cifras finales. En las grabaciones de archivo de Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial hay una imagen que siempre se repite: la repatriación de los cadáveres de todos los muchachos caídos en Europa, en Japón o el Pacífico. Esos ataúdes con su bandera encima que no se han visto aquí, en ninguna otra versión, como tampoco se han querido ver los efectos devastadores de la enfermedad, esa lenta agonía de la muerte con los cuerpos de espaldas, agonizando con los respiradores. No se ha querido enseñar ni se ha querido ver, y cuando se ha sabido, como se sabe ya, hay muchos que prefieren ignorarlo: porque a la muerte, o se la ve de frente, o es invisible.

Aquí nos han vendido la feria de los balcones y nos la hemos creído a pie juntillas. Y entre los bizcochos y el Resistiré hemos aguantado la pandemia, pero hemos entregado hasta nuestro derecho a disentir. La nueva normalidad es un recorte de ciudadanía, y acaba de empezar.

* Escritor