El clima presente de la política española revaloriza la influencia de las instituciones en la trayectoria de los pueblos occidentales y, de modo muy especial, en la del nuestro. No obstante la sobresaliente andadura de la disciplina de Historia del Derecho y el gran prestigio, dentro y fuera de las fronteras peninsulares, de muchos de sus cultivadores, su extenso campo ha sido poco roturado. Instituciones esenciales al modo del Parlamento, la Corona, la Judicatura, las Reales Academias, la Marina o el Ejército no se caracterizan, justamente, por su abundante y acribiosa bibliografía, sino por todo lo contrario. Tal penuria publicística es, obviamente, el natural saldo de una desatención plurisecular, reflejo directo a su vez del individualismo extremo que, a ojos de algunos de los más esclarecidos hispanistas y comentadores de la vida y costumbres de los descendientes de los antiguos celtíberos, descubre las raíces más hondas de su ser histórico.

Por consiguiente, todo estudio medianamente riguroso sobre el tejido corporativo e institucional de la historia de los españoles en el más reciente pasado se hace acreedor a la gratitud y despierta de inmediato el interés de una ancha capa de lectores. Una vez más, ello se comprueba en estos días depresivos del coronavirus, propensos a la meditación a cualquier escala y, de manera muy singular, a la colectiva, con el noble fin, sin duda, de favorecer el fortalecimiento de las generaciones aprestadas a tomar el relevo de las actuales, cuyo papel histórico se ha agotado ya o está a punto de hacerlo.

En otra hora dramática de la existencia nacional, la del Regeneracionismo, uno de los espíritus más alquitarados de las letras hispanomericanas, el impar nicaragüense Rubén Darío (1867-1916), llamó a una acendrada palingenesia con los primeros versos de un poema en verdad inmortal mientras se encuentre una huella de España en la aventura humana: «Ya suenan los claros clarines...».

Ahora, en un momento incuestionablemente menos dramático, pero sí, desde luego, angustioso, de atrofiada nuestra sociedad, los alegres clarines que pueblan los aires de la nación son los provenientes de la conmemoración del I Centenario de la Legión española en tierras del antiguo Protectorado de Marruecos. En sordina durante e1 pasado año de 1920 a causa precisamente del desastre pandémico, parece que el actual intenta superar el vacío editorial en torno a la creación del «Tercio de Extranjeros» en setiembre de 1920. Heraldo y avance de dicha corriente ha sido la publicación, escasas semanas atrás en Madrid (Editorial Actas), de una sobresaliente tesis doctoral, debida a la pluma envidiablemente erudita y sagaz de Mª Luz Martín, dirigida por el reputado contemporaneísta segoviano Emilio de Diego: ‘Nace la Legión. Antecedentes y creación del Tercio de Extranjeros’.

Frente a la leyenda histórica, que no urbana, que hace del arrebato o la intuición incontenible el verdadero genio de lo español, el libro antecitado prueba ‘ad sacietatem’ -documentación abrumadora, análisis perspicaces, bibliografía exhaustiva en sus 7 capítulos- cómo a la puesta a punto de la Legión precedió un largo y bien empedrado camino de trabajo político y burocrático de un Estado, cuya maquinaria administrativa era capaz de superar, en la agonía del régimen canovista, los muchos obstáculos que se oponían a la realización de empresas de alto voltaje institucional y económico. Nombres, claro es, no podían faltar. Militares y civiles. Entre los primeros, Weyler, José Doménch Vidal y, por supuesto, José Millán-Astray, el hombre oportuno en el momento necesario...; entre los segundos, por encima de todos, la notable y muy desconocida figura del prócer conservador y gran ministro de la Guerra, Luis Marichalar y Monreal, vizconde de Eza (1872-1945, personalidad sobresaliente del datismo y del catolicismo social español, digno desde todos los ángulos historiográficos y cívicos de una biografía de gran aliento.

Sin huellas bibliográficas de alto coturno ninguna conmemoración resulta provechosa para la colectividad. El inicio de la de aquí referida comienza con los mejores augurios.

* Catedrático