El arte es provocación. Es la rebeldía apegada a la mano del artista la que sondea el alma humana. Es cierto que esa transgresión, aupada al rebujo del esnobismo y de tanto necio, se ha colado y sobrevalorado en el mercado del arte --a título de ejemplo, no soy forofo de Damien Hirst--. Y tendemos a asociar a tanto trajecillo del traje nuevo del emperador con una modernidad aparentemente disociada del estilismo de la técnica.

Salvo los ápices del hiperrealismo, entre los que podrían destacarse a Antonio López o Eduardo Naranjo, esa huida no es nueva. Con la retranca del menosprecio, los impresionistas denominaban pompiers (bomberos) a los pintores academicistas, por esa querencia a pintar a Marte, a los Horarios y Curiacios, y a tanto casco mítico suelto. Pero incluso los artistas más vinculados al poder podían recurrir a su virtuosismo para legar feroces críticas. De Velázquez se cita habitualmente la delación del prognatismo bobo de los Austrias, o la mordaz y sublime representación del papa Inocencio X. Pero también quedaron otras joyitas, como el retrato del Príncipe Baltasar Carlos en el picadero, con el caballo del infante en posición de corveta. Velázquez pintó varias versiones de este cuadro, pero el gracejo está en las diferencias. En uno de ellos irrumpe al fondo el Conde Duque de Olivares, para mostrar su ascendente sobre el linaje real, la pompa y la vanagloria se cuela mejor en los pequeños detalles.

El antídoto a la transgresión es la censura, el miedo a tambalear los cánones y los cimientos de una sociedad. Los «presos políticos» de Santiago Sierra que han zarandeado la edición de Arco de este año poquita cosa son comparados con el escándalo que en su día fue El origen del mundo, el lienzo de Courbet donde se explicita como una lección de anatomía el sexo femenino; un cuadro pintado en 1868 que tuvo que esperar hasta 1995 para ser expuesto públicamente en el Museo de d’Orsay.

La censura o, en este caso, la autocensura suena a viejuno. Se ha criticado a una galerista con una amplísima y reputada trayectoria. Helga de Alvear tiene ochenta y dos años, con lo se desdibuja la presunción de oportunismo. Son tiempos en los que está desnortada la libertad de expresión, más que por las propias intenciones del artista, por los recelos que los secesionistas han creado en el avispero catalán. Ellos juegan con el cinismo y la instrumentalización de la crítica y con la proyección de un central sin cintura que están haciendo del Estado español. Esta es una confrontación de distintos vértices, y en los de los tiempos, el rigor y la templanza, el Estado de Derecho está aguantando el tipo, pero renquea con la imagen, un baluarte en el que hay que mostrar mayor agresividad. Presentarse siempre a la contra frente a tanta ensoberbecida displicencia y tanta gaita de lacito amarillo impulsa retrotraernos a los tiempos de Courbet.

¿Presos políticos como derivada de una obra de autor? Acaso no estemos preparados para la catarsis y las finezzas, para entender que es compatible el plantón de los juristas a Torrent y contar hasta tres antes de rasgarse las vestiduras ante la sensibilidad del artista. No es la libertad de expresión el problema, sino la articulación de un buen discurso. Después de todo, ya se pintó el origen del mundo.

* Abogado