Recién cumplidos los cuarenta años, he decidido qué harán con mis cenizas cuando muera, si es que muero, y me quemen, si es que ardo. Descartada mi primera opción, que fueran desparramadas como gris confeti por el escaparate del Women’secret de la calle Gondomar, opté por agarrarme a mi infancia, que es mi única y firme certeza. Quiero que esa herencia calcinada de mi carne y, con ella, mis placeres, revolotee por unos minutos sobre los campos donde yo jugaba de niño, a espaldas de mi barrio, el Parque Figueroa. En la orilla de un campo de girasoles, entre amapolas bendecidas por el viento, compartiendo mi fragilidad con la de las flores y las tardes, los insectos y algunos blancos recuerdos.

El pasado sábado acompañé a María, mi esposa, al lugar exacto. Por si muero antes que ella; para no obligarla a improvisar, cosa que no le gusta si el tema es serio, o a buscar inspiración entre mis artículos, algo que no le deseo ni a ella ni a nadie. Fuimos de la mano con aire de impostada despedida. No estoy enfermo, pero me preocupa la muerte. Y más que la muerte, el circo flácido en torno a ella. El papeleo y todos esos trámites. Esa burocracia negra en el peor momento posible.

Mi madre me llamó el otro día a carcajada limpia para contarme el sueño que había tenido. En él, nos reunía a toda la familia para darnos instrucciones precisas si algún día nos faltaba. Había ordenado los papeles en carpetas, con seguros y escrituras. Un croquis sobre qué quería y no quería en el tanatorio. A mi hermana le había apuntado el maquillaje exacto para dulcificar la árida cicatriz de la muerte en su rostro. A mí me pedía que les ahorrara a mis hijos la obligación de ir a despedir a su abuela. «Y si no me hacéis caso, vuelvo para tiraros de los pelos», dice que fue su última frase en esa reunión onírica. Tras su llamada, tras unas risas cómplices y regusto áspero, pensé en que quizá ya era buen momento para asumir la fugacidad de mi vida. De ahí la excursión a esa parcelita de juegos que será mi eternidad, que no mi descanso. Porque la culpa siempre caminará conmigo.

Hablar de la muerte nos aleja de la muerte. Está tan presente que tiendo a tratarla con cortesía, como a una de esas viejas tía-abuelas que se pasaban por casa para tomar café en una breve y teatral visita. No es un episodio frívolo, sino una retorcida y metafísica esperanza. Una tristeza jovial. Algo que compartir: el más allá, desde lo más acá posible. Con esta idea caminamos hacia ese terreno en el que un niño con mi nombre, pero sin apellidos ni cargas, liviano e interminable, hace años lanzaba piedras al horizonte o esgrimía ramas enfrentándose a monstruos transparentes. Encontré allí un álamo blanco. «No recuerdo aquel árbol», le dije después a mi padre. Ya en casa. A la vuelta del paseo. Con una botella de vino recién abierta, con mis hijos ya dormidos, con el vértigo vencido. Él me acompañaba siempre a esos campos y me veía levantar rocas con miedo y a veces patear un balón por aquellas claras. O con mi bicicleta GAC, huyendo de las cómodas losas, zigzagueando por los surcos secos. «En ese árbol arañamos tu nombre una mañana», me dijo. Y sentí en mi piel cada letra, como en una blanda y dócil corteza.

De aquel campo apenas queda campo. El progreso devoró sus girasoles como el amor devoró mis juegos. Restos de obra. Un muro mellado. Más o menos firme, una valla regalando su sombra flaca. «Aquí mismo», le dije a María, señalando un par de metros de tierra indemne. «No sé cómo sería antes, pero ahora es un sitio bastante feo», me dijo. «Más de lo que merezco», pensé. Y volvimos a casa, dejando atrás mi paraíso oxidado y comido por el tiempo. «No inventes cuando llegue el momento. Quiero que sea ahí», insistí. María me apretó la mano. No dijo nada porque ya estaba todo dicho en ese camino hacia una infancia que se fue, hacia un futuro inevitable; a través de un presente feroz y pequeño.

* Escritor