En aquel tiempo infantil --plena posguerra-- la cena de Nochebuena era la reunión familiar más esperada a la que acudían, si era posible, los parientes próximos que estaban afincados en poblaciones lejanas. Esa cena olvidaba, en gran medida, las penurias de una dictadura espesa, compendiadas en cartillas de racionamiento y estraperlo generalizado. Celebración que les parece a las nuevas generaciones una antigualla sentimental.

Entonces, degustar una capón campero, y no digamos una pavita de ensueño, era el sumo de la festividad, en su vertiente culinaria, sobre todo si se atrevían a rellenar los volátiles con frutos secos, huevos duros y paté casero fabricado con los higadillos de duchas aves de corral.

El atento lector, tras relamerse, estará pensando, con sobrada razón, que el anual acontecer no tenía el menor parecido con las cenas actuales, en donde triunfan --nos referimos a las menos sofisticadas-- las ostras con sus gotas de limón, el jamón de cerdo ibérico que acaban de descubrir en China y los pseudo langostinos de Sanlúcar pescados y congelados en aguas australes. Comestibles que, en el castizo Madrid del cotidiano bocata de calamares, son sustituidos por los besugos de la pinta, cocinados a la espalda, y los crujientes cochinillos, asados al estilo segoviano, que convierten a los comensales en cómplices de un infanticidio zoológico.

Sigue habiendo reuniones familiares para festejar la conmemoración cristiana, pero las cenas que evocamos andan de capa caída pues, según las costumbres familiares más nuevas, el 24 de diciembre la juventud suele almorzar, largamente, fuera de casa y, como es lógico, cuando llega la noche, está con más ganas de dormir que de cenar. Hasta le parece un rollo macabeo el discurso consuetudinario del jefe del Estado que es como el aperitivo dialéctico de la antigua cena ritual, la cual solía iniciarse con sopa de picadillo, aromatizada con yerbabuena, para seguir con la fundamental gallina en pepitoria que se nos viene al paladar de la remembranza. Recuerdo que se acumula a aquellos postres variados, en donde el lugar del cava y el champán presentes, era ocupado por la sidra asturiana que tenía un gaitero estampado en la etiqueta, la copita de Marie Brizard, femenino anís afrancesado, o el Licor 43 que hizo furor en los años 50 y 60 del siglo pasado. Libaciones todas acompañadas con polvorones, frutas escarchadas, peladillas, mantecados, perrunas, alfajores, figuras de mazapán y las dos especies de turrones esenciales: el blando de Jijona y el duro de Alicante que era capaz de dañarte un diente si no lo tomabas con cuidado. Concluida la cena de Nochebuena, calificada de opípara por los ecos de sociedad, si quedaba tiempo antes de asistir a la misa del gallo, a las 12 en punto, los abuelos más circunspectos, tridentinos, prusianos y metódicos --hasta para echar una cana al aire--, tocaban la zambomba delante del portal de belén e incluso se atrevían a desafinar con unos ingenuos villancicos.

Nos consta que estamos habla que habla de una liturgia social cada vez más remota, pero es que la avanzada edad nos torna recurrentes, pues nuestro tiempo se nutre, principalmente, de memorias lejanas que se nos antojan imperecederas. Que tengan buenas fiestas.

* Escritor