Pese a torpezas y traspiés en algunas de sus actuaciones en el Principado catalán, la España imperial, amasada en su dimensión interna en la vivencia del legado de la historia y la fidelidad a los pactos y compromisos, gozaría de hondas simpatías en la elite catalana que contribuyera poderosamente, en el Cádiz de las Cortes (1810-13), a la botadura de la España liberal. Uno de sus integrantes más afamados en la época y hoy injustamente olvidado, Antoni María Capmany i Montpalau, sería el autor de uno de los opúsculos más difundidos e impactantes en la selva sevaggia de la folletería antinapoleónica: Centinela ante los franceses. Como se recordará, este descendiente de una linajuda familia ampurdanesa ajustaba cuentas en sus páginas con la nación que consideraba como la principal torcedora del «natural» destino de los pueblos de Iberia y su idiosincrasia más intransferible. En igual surco, otra de las figuras más descollantes de la representación catalana en el parlamento gaditano, el rector de la Universidad de Cervera D. Ramón Lázaro Dou, cantó epiniciamente en él, a propósito del nuevo mapa jurídico-territorial del país, las glorias de la vieja España y del antiguo Principado «que debe no solo conservar sus privilegios y fueros actuales, sino también recobrar los que disfrutó en el tiempo en que ocupó el trono español la augusta casa de Austria, puesto que los incalculables sacrificios que, en defensa de la nación española, está haciendo, la constituyen bien digna de recobrar sus prerrogativas perdidas...». Y un postrer eco -¿por el momento?- de la nostalgia catalana del beau vieux temps de la España federal y pactista de los Austrias se escuchó en tiempos todavía recientes en los ardorosos pronunciamientos a favor del modelo de país defendido durante la guerra de Sucesión por el Archiduque Carlos frente al borbónico Felipe El Animoso, expresados por un político e intelectual gerundense de amplia audiencia en los medios culturales de la nación antes de ser víctima de un execrable atentado terrorista: Ernest Lluch.

Así, pues, ensoñaciones y nostalgias aparte, resulta asaz comprensible que, en horas de acezante búsqueda de fórmulas novedosas, el reparto y distribución de poderes en una mediática y, en considerable medida, contestada España de las Autonomías, despierte acentuada simpatía la convivencia arquitrabada a nivel estatal por los Reyes Católicos y sus inmediatos sucesores.

Aunque, por desgracia, la Historia es muy fácilmente manipulable a manos de plumas y voces intonsas y demagógicas, no puede caber la menor duda de que, a la hora de un nuevo diseño de la arquitectura jurídico-administrativa de nuestro viejo y entrañado país, propuestas en la línea de la tradición política catalana -y con rotunda exclusión de cualesquiera «incursiones» soberanistas- han de merecer una consideración singular. La severa y muy sabia Clío semeja así aconsejarlo, al margen de las estridencias y desmañas del presente.

* Catedrático