Uno de los temas o asuntos más opacados en la ardiente disputa que hodiernamente rodea la cuestión del día, esto es, la vinculación del Principado con España sin la cual toda su historia e identidad carecen de sentido, es sin duda la postura de la Iglesia-institución catalana respecto a un contencioso que hoy, como antaño, consume estérilmente gran parte de las energías del cuerpo social peninsular e insular. (Sin alarma alguna, y huyendo de toda posición alhacarienta, el tema en las Baleares de nuestros días reviste una gravedad de tal dimensión que ve ahondadas sus enervantes proporciones por la indiferencia o ignorancia culpable del conjunto de la comunidad hispana del presente). Se ha difundido en el debate de las últimas semanas parte de las actitudes adoptadas por un influyente sector del clero catalán --a la cabeza, naturalmente, el monserratino-- en pro de la Generalidad rectorada por el licenciado en Letras C. Puigdemont, pero un tanto al desgaire y sin voluntad de profundizar en una cuestión de elevada trascendencia. Nunca ha de olvidarse al respecto que el catalanismo encontró siempre sombra amiga en sacristías y cabildos catedralicios, así como que su nacimiento tuvo lugar en buena parte en los escritos y sermones finiseculares de toda suerte de eclesiásticos, desde humildes párrocos a encumbrados canónigos y obispos y hasta más de un cardenal. En la región más secularizada del país por el avance incontestable de la civilización industrial en sus grandes núcleos urbanos, el discurso de la modernidad más radical y el del anticlericalismo más virulento coexistió, durante más de un medio siglo crucial en la transformación del país, con el de un catolicismo muy proclive cuando no ganado manifiesta y absorbentemente por las tesis de un catalanismo enragé, en ocasiones liderado por curas y frailes trabucaires y de un carlismo superlativo e integrista.

Después de una guerra civil que visibilizó el rostro más excruciante en las tierras catalanas --ninguna otra zona de la España republicana produjo mayor éxodo de sus élites a la franquista--, esa doble herencia, tan difícil de gestionar, lo fue, sin embargo, admirablemente. Una clerecía muy concienciada de su misión «nacional» y un laicado no menos afanoso en el logro de las mismas metas se erigieron en los grandes protagonistas de una empresa de sobresaliente calado y volumen que un representante arquetípico de tal clima y ambiente, el barcelonés Jordi Pujol, consiguió coronar refrendado por completo éxito.

La Santa Sede, por supuesto, no anduvo extraña a la coronación de tal empeño. La presencia en sus esferas más decisivas de influyentes personalidades de oriundez catalana, la adultez del laicado catalán y la notable formación de su estamento eclesiástico, junto a la atmósfera generada por las primeras secuelas del Concilio Vaticano II, contribuyeron en alto a la particular empatía que reveló Roma cara a la senda seguida por el sector más activo del catolicismo catalán en sus aspiraciones nacionalistas. De otra parte, como se recordará en un próximo artículo, la Historia apoyaba la ilusionada tarea.

* Catedrático