¿Saben los calvos que se ponen gorra que nosotros sabemos que debajo de la gorra están calvos? Me pregunto, cansado, en este plateado sábado de septiembre, con un salmorejo intempestivo en el vaso de la minipimer y la casa sin barrer. A veces la vida se nos va de las manos. La última vez que me pasó, la última vez que sentí en el pecho cómo una piedra caía en el abismo y no llegaba al fondo nunca, pedí una pizza familiar mitad carbonara y mitad barbacoa y la devoré llorando mientras trataba de descifrar el panel de La Ruleta de la Suerte. El público jaleaba, yo engullía con esfuerzo y la existencia me pedía calma y un camino. Algo de luz. Una chispita de entusiasmo. Una tregua con las desdichas blandas, con la ansiedad, con las expectativas rotas, con esta fragilidad del espíritu. A veces pasa que somos transparentes y livianos, como el plástico que envuelve el queso en lonchas.

La vida es una tragicomedia y hay que tomársela como tal. El que sólo se muestra en público con hondura y meditada decadencia, perezón. El que se muestra en público con jovialidad casi lunática, perezón. Mantener el equilibrio entre drama y diversión es mi único propósito vital. Resbalo muchas veces. No al límite de tener que apuntarme a clases de salsa, pero casi. De pequeño mis padres me llevaron a judo y a sevillanas en el Club Figueroa. Bailaba de cinco a seis y hacía artes marciales de seis a siete. Como no me daba tiempo a ir a casa a cambiarme, y no había vestuarios, iba con el kimono a danzar. Llegué a cinturón naranja verde y en lo otro no pude pasar de la tercera. Aquel niño era su propia parodia. Al menos era cómodo. Más complicado hubiera sido tener que derribar a alguien en el tatami vestido de gitana.

No nos culpéis a los payasos. Hacemos una labor social. Gracias a nosotros, muchos de ustedes parecen más listos de lo que son. Siempre he sido tímido, pero no melindroso. Y tampoco me ha importado salirme del raíl, hablar más alto, equivocarme en el tono, o en el fondo, o derrumbarme escandalosamente entre otros comensales, o pedir perdón. «Estás todo el día inventando», me decía mi madre. Asumir el juego de la vida con menos solemnidad y más jarana. Los hay que no. Los respeto. Los escucho. Los entiendo. Admiro la entereza y el juicio. Esas estatuas de bar que hablan con voz queda, que ríen con aforismos, que siempre tienen la última palabra. Soñé con tener ese alcance, pero la vida me puso cascabeles en el sombrero y talco en el corazón.

Fidel, mi mayor, es más serio, pausado. Mauro, mi pequeño, es más jocoso, más trasto. Fidel tiene una risa escandalosa y explosiva. La dosifica. La guarda como un cofre lleno de oro. Mauro se carcajea más a menudo, con un mismo tono bajo y dulce. Entre ellos se hacen bromas, tumbados en el salón. Tienen su propio lenguaje de tacto y sonrisas. Si uno llora, el otro llora, por puro corporativismo. Si uno ríe, el otro lo busca, para compartir inmediatamente la felicidad. Los miro desde el sofá. En este sábado de lluvia, Gormitis y dragones abandonados a su suerte. Un globo que muere deshinchado en mitad del comedor. Hace tiempo que no siento el peso del mundo sobre el estómago. Esa punzada del no saber. Cuando hace sol pienso que lloverá. Cuando llueve, busco el sol entre las nubes. Tengo tatuado ese hado de la desgracia, temer que a la alegría le suceda obligatoriamente la pena. Que la risa es un armisticio de la desolación.

Por eso me tomo esta vida nuestra con ligereza. Con responsable trivialidad. También me crujen los huesos por las mañanas y otras veces siento el chillido del tiempo que pasa. Y me duelen los chichones de mis hijos. Y las muertes sin rostro. Y este miedo de las nóminas, los atascos y el desamor. No quiero ser un fantasma. No quiero vivir a espaldas del mundo. Solo un par de carcajadas, dolor de costillas, que se me salga el pipí tras un chiste bien contado. Un puñado de brindis emocionados. Alguna puya bien tirada. Ser humano así, compartiendo mis misterios. Ver a mis hijos desarmar juguetes. Que el Córdoba vuelva a competir. Los placeres del perro: comer, follar, dormir... Y un precipicio por dentro. Y una piedra que a veces cae a lo oscuro. Pero, mientras tanto, alborozo y claridad. La algarabía de seguir aquí.