Las cartas de siempre, las que escribíamos o leíamos en papel, las que viajaban en tren o en avión y un cartero ponía en nuestro buzón o en el buzón de nuestro corresponsal, han pasado a mejor vida; ya no hay cartas, si acaso alguna como reliquia de una antigua costumbre ya desaparecida.

Con la carta desaparece un género que ha dejado muestras inolvidables, como las de Valera, por usar un ejemplo cercano.

El correo electrónico, que tiene notables ventajas, como la inmediatez y la ausencia de mediador, es otra cosa. Puede imprimirse y coleccionarse, claro, pero se trata de un papel sin cicatrices, sin historia, sin las manchas del viaje. Cuando hoy imprimimos un correo es porque tiene un destino concreto, que puede ser el apartado de las convocatorias.

De la correspondencia de antaño seguro que tenemos en papel o al menos el recuerdo imborrable de la carta que no debimos escribir y de la que nos molestó o dolió recibir.

Por mi parte no he dejado de arrepentirme de la carta que escribí --para colmo a máquina y en papel amarillo-- a una chica que me gustaba y con la que salía. Todo para decirle innecesariamente que por mi parte estaba libre de compromiso. Yo creo que escribí aquella carta para compensar otra que yo había recibido de una novieta de verano en la que me decía algo tan evidente como que el verano había terminado. Aquella chica, a la que sin duda dolió mi carta, la encajó perfectamente y reaccionó con rapidez. Pescó un novio, se casó con él y probablemente alistada al Opus, siguió la consigna de la procreación conejil y tuvo diez hijos. Madre mía.

Aquella carta de fin de verano nos volvió a la realidad quizá bruscamente pero no nos dolió en el fondo

Sí nos dolió otra posterior de no hace mucho tiempo en la quedaba claro que una persona a la que yo había tenido por buen amigo durante muchos años no lo había sido nunca. Terminaba conminándome en nombre de la santa madre Iglesia a que deje de escribir y publicar; no se puede tolerar, a su entender, que yo defienda, como defiendo, la titularidad pública de la Mezquita. Remití a mi comunicante a mi página de Facebook, en la que hay decenas de escritos de toda índole felicitándome por los míos e instándome a seguir en mi línea. Y todos de personas con peso cultural. Sentir envidia es algo muy malo, rechazable. Pero ser envidiado es muy desagradable y para colmo no se puede comentar, porque parece que nos endiosamos.

Este enemigo íntimo, descubierto como tal al cabo de mucho tiempo respira envidia en cada uno de sus comportamientos. Se titula en la postfirma escritor, para ser como yo cuando no ha publicado ni un solo libro --frente a los diecinueve míos, más cientos de artículos-- y se titula expresidente de un club de caza --cosa que puede ser cualquiera que lo desee y a poco que se lo proponga--, para poner en paragón este título con el mío de académico numerario de la Real Academia da Córdoba.

He tardado en descubrir la falsa amistad por mi torpeza, porque estas cosas siempre se insinúan. Hace muchos años, cuando visité su casa y vi que su cuarto preferido era uno repleto de cascos, armas, uniformes y abrigos fascistas de hasta el suelo debí entender que el individuo es un facha de mucho cuidado.

Y cuando mi hija, hace también muchos años, me contó que el individuo, en una mesa de boda con comensales que me tenían en alta estima profesional y nada o poco sabían de mi afición a la caza, se dedicó a narrar mis torpezas como jinete en una cacería en Los Andes, tratando de ponerme en ridículo, debí yo ver claro que tal individuo no era, y no lo es, de fiar.

Tales individuos te confunden con unas palmaditas en la espalda y amabilidades oportunas.

Pero no hay que dejarse confundir, que tan malo es un mal amigo camuflado como bueno uno de los que vienen y van claro y por derecho.

* Escritor. Numerario de la Real de Córdoba