Es una «lástima que no se olviden tantas ambiciones e intereses personales o se sacrifiquen al bien general». El entrecomillado, según Juan Valera, corresponde a una parte de las reflexiones del Príncipe Gortschakoff. Una de tantas charlas que el diplomático egabrense mantuvo con el hombre fuerte de todas las Rusias en aquel periodo que sucedió a la guerra de Crimea. Nuestro célebre escritor permaneció en San Petersburgo desde diciembre de 1856 hasta junio de 1857, una estancia que quedó plasmada en las Cartas desde Rusia, una relación epistolar dirigida a Leopoldo Augusto de Cueto, diplomático y escritor como Valera, y cuñado del duque de Rivas, lo que apuntala la variante cordobesa en la tierra de los zares.

Valera hunde su sarcástico escalpelo en un tiempo muy lejano, pero donde se rebotan, como estrellas distantes, las mismas debilidades de la condición humana. El autor de Pepita Jiménez forma parte de la legación española encabezada por el duque de Osuna, destinada a establecer relaciones diplomáticas con los rusos. En realidad, a ese Grande de España solo le importaba su nombramiento como embajador y el otorgamiento de las Cruces de Alexander Newski y la del Águila Blanca; un anticipo de una machacona y codiciosa insistencia, a la manera del anillo de Jennifer López; un tren de vida que llevó a dilapidar un patrimonio y apurar un estilo de vida suntuoso que acabó antes del asalto al Palacio de Invierno.

El duque de Osuna inquiriendo su anillo pacuando; y Gortschakoff destilando una cita de altruismo propia de un buen estadista; claro que después de estar al mando de las huestes imperiales que masacraron Crimea... Ese juego de espejos que hace benedictina nuestra proporcionalidad. Para hacer más morbosos los parecidos razonables, en el mismo párrafo de la cita del encabezamiento, Valera critica las arteras intenciones de la Independencia Belga. El odio de los independentistas catalanes se focaliza en esa época hacia Espartero. También al pobrecito de Peces-Barba, que mentó imprudentemente una cadencia sísmica. Pero de Narváez, presidente del Consejo de Ministros durante este periplo ruso, y casi tan astuto como el señor Mas, apenas se hace mención en los aquelarres del procés, pese a que la Historia siempre lo asocia a su espadón.

Valera comprobó la atrofia de nuestras relaciones comerciales. Incluso Italia, antes de ser Italia, sabía vender mejor nuestros productos. Nuestro insigne escribano se paseó por los mejores salones de San Petersburgo, y conoció los agasajos de la princesa Youssoupoff. Pero toda la madre Rusia tenía de España sus tópicos, un país plagado de bandoleros y trabucaires, donde solo había pendencia y picaresca. Claro que entonces, casi como ahora, la visión de España era única, y de esos clichés tampoco escapaban los catalanes. El gran imaginario de los secesionistas pretendía construir una identidad de nueva planta, tomando como palanca esa larvada leyenda negra de la que no acabamos de despegar. Por eso, en ese discurso propio, el karma de la no violencia era un engranaje esencial para separarse de ese imaginario que nos hace a los españoles siempre prestos a desenvainar. Con la vía Layetana ardiendo, las escenas de Barcelona se confunden con todos esos tumultos que activan un mundo de ciudades violentadas. Desde Santiago de Chile a Hong Kong, el caos confunde legitimidades, y el secesionismo va a ver más carcomida su imagen internacional. La credibilidad de España es otra batalla firme, pero paciente, que no se permite el regreso de los espadones. Como decía Gorschakoff, se admiten sacrificios a las ambiciones personales por el bien general.

* Abogado