Mi mujer puso el inalámbrico en mis manos, justo cuando la mesa quedaba dispuesta para comer. Raro que me llamaran y en un momento incómodo. Era la voz de una mujer que, al parecer, estaba muy satisfecha y me felicitaba por mi artículo de aquellos días que sucedieron a la Semana Santa: Cuando Franco era dios. En un principio resultaban gratas sus palabras, hasta el punto de olvidar el momento para mi expectante y habituado estómago. «Muy bonito y me parece justo que no se olvide a Franco, que tanto hizo por nosotros». «Señora --caí en la cuenta--: pero... Me parece que usted no lo ha entendido. Millán Astray aparecía porque no cabe que la Legión continúe acompañando al Cristo, que es y debe ser de algunos; otros buscan por otro lado. No hace buena mezcla el Cristo con la gente armada que, aún peor, muchas veces mataba en su nombre». «¡Ah, pues...! ¿Es que usted no cree en Dios?» --ya su tono había cambiado--. «Eso de creer, creer... Es una presunción o un gesto interesado, señora. Yo, igual que la mayoría, supongo, lo buscamos». «¡Pues, vaya: me equivoqué con usted!». Y colgó, sin más.

Días después recibí una carta suya manuscrita. Era breve, con una caligrafía preciosa y en tono conciliador. Me pedía disculpas por su equivocación, por no haber entendido mi artículo y haber colgado bruscamente. Me ofrecía su amistad y pedía más claridad en mis escritos porque, como a ella había sucedido, pudieran ser mal interpretados.

Y yo he tardado en volver sobre el tema, porque, señora mía: he aguardado, pues, pese a la libertad, su nobleza requiere alguna explicación que, también para mí, sea útil. Empezaré por confesarle mi convicción de que en la Guerra Civil intervino un ingrediente que, entonces más, acrecentó las diferencias y hasta los rencores entre hermanos: la religión. En este país, desde siempre y sin ser excepción, estaba junto al poder --Franco bajo palio y los señoritos en la presidencia de los más notables actos religiosos. El párroco cazaba con el rico y desayunaba en su casa--. Pero muchos rojos creían y creen en Dios y muchos de aquellos falangistas quemaron templos para culpar a los de izquierdas... Etcétera.

En cualquier caso, señora mía, llegó la democracia para separar la convivencia de las creencias: que cada uno crea en lo que quiera o pueda. Lo que corresponde a todos: Ejércitos, centros de enseñanza, sanitarios..., manifestaciones públicas..., no deben mezclarse con las creencias, tan personales o íntimas.

También, señora, me pide más claridad y ello es más complicado porque depende de la personalidad y el estilo. Así, como cualquier actuación de carácter intelectual o artístico, del intento de destacar o distinguirse de los otros, que viven o necesitan vivir con esto, en un mundillo de manotazos, salir en la foto o caer en la absurda pretensión de quedar para siempre aquí.

Siento haberla confundido en esta situación de prevalencia de las dos Españas. Aquello pasó pero, ya ve: seguimos, por cierta especie de aburrimiento o necesidad de matizar nuestras diferencias y que, estúpidamente, pretendamos ostentar la razón. Rivalidad en las fiestas, el futbol, la política, la religión... Cuando, en realidad y por más que se esfuercen o nos esforcemos los soberbios, no sabemos nada de nada. Ya ve, doña Francisca: ¿amigos? ¡Pues amigos! ¡Ah!: Y por aquellos tiempos vestí la camisa azul y canté el Cara al Sol. Poco después, a los dieciocho años, serví voluntario en la Marina de Franco y... Que usted lo pase bien, amiga.

* Profesor