Llevaba mucho tiempo sin ver a Carmen Jodra. La última vez que nos cruzamos fue en unas escaleras de la Complutense, entre Filología y Derecho. Me habló con pasión tierna de su trabajo como bibliotecaria, le pregunté si escribía y me contestó que sí, que nunca había dejado de hacerlo. Hace unos años ya. Comienzo con mi recuerdo de aquel día porque la encontré feliz y porque yo, si me paro a pensarlo, quizá no lo estaba tanto, aunque sus palabras tuvieron esa mansedumbre del espíritu que sabe acariciar sin invadir. Recordamos nuestros encuentros en los primeros 2000, varios de ellos en la radio, cuando los dos éramos aún jóvenes poetas. Porque de entre todas las jóvenes poetas españolas de los últimos veinte años, nadie ha sido tan joven ni tan poeta como Carmen Jodra, que ganó el Premio Hiperión en 1999 con Las moras agraces y fue luego coronada por un esplendoroso artículo de Francisco Umbral, que era un segundo premio en esa época en que las opiniones estilosas, con pegada y solera, todavía importaban. Después fue Luis María Anson quien habló muy bien de Carmen y la incluyó en su Antología de las mejores poesías de amor en lengua española, donde también brillaba, por nuevo y por distinto, nuestro primer Pablo García Casado, que todavía tenía su coche aparcado en las afueras, aún con la memoria del Viaducto y de aquellas litronas supersónicas, de aquí a la eternidad. Joder, qué tiempos. Pero eran unos años bajo el signo del Kronen, cuando los reportajes de nuevos escritores los retrataban a menudo con una chupa de cuero --creo que hay una mía por ahí-- y subidos a una moto de gran cilindrada, aunque no te hubieras acercado a una moto en tu vida. Por eso la llegada de Carmen Jodra --para ella fue llegada, pero fue una irrupción explosiva y rotunda para todos nosotros-- supuso un punto de giro en la escritura de nuestra generación: una chica tan joven, de sólo 17 años, que dialogaba también con los clásicos grecolatinos, que dominaba el soneto y le daba su punto casi de autogestión de los maestros, con su sana ironía, su sarcasmo sutil y ese culturalismo con retranca --o sea: culturalismo auténtico--, que emanaba su propia tradición áspera y bella.

Los años inmediatamente siguientes vinieron más buenas poetas con el Premio Hiperión: Esther Giménez por su plástico Mar de Pafos y Ariadna García por Napalm. Cortometraje poético, en 2001, que fue el principio de una ruta literaria que ha ganado peso lírico y hondura civil a través de más poemarios y novelas. Pero Carmen Jodra, la poeta joven que toda joven poeta quería ser, se quedó ahí, con su paso discreto, siempre fuera del marco de la foto, como si no le correspondiera estar allí o no fuera con su sensibilidad, quizá porque ella misma lo que más deseaba era no ser Carmen Jodra, la Carmen Jodra que todos presentíamos en ella hasta que la conocíamos. Porque la chica talentosa que había cautivado a todos los críticos con aquel devorador primer libro siempre fue una muchacha estupenda con la que daba gusto estar. Como en aquel viaje a Salamanca, por su Capitalidad Cultural en 2002, con Ariadna García y con ella. Los tres éramos jóvenes poetas, pero ante todo éramos o nos reconocimos como tres amigos cuando nos sentamos en el césped de la universidad a compartir un hornazo. Recuerdo que aquel día la vi feliz, como si se hubiera liberado ante nosotros no tanto de sí misma, sino de la imagen de sí misma que ella detestaba. Porque al contrario que otras y otros jóvenes poetas que no conocen la gratitud, porque cuanto más reciben más desean o más creen que el mundo les debe, Carmen Jodra tuvo una humildad verdadera, como si cuanto le había ocurrido con Las moras agraces --que en verdad fue mucho-- constituyera una exageración. En aquel viaje comencé a quererla, y cuando le concedieron la beca de la Residencia de Estudiantes quedamos para que le contara mi experiencia en la gran casa.

Me llega la noticia de su fallecimiento con sólo 38 años. Su segundo libro, Rincones sucios -algo había en ese título de negación o descrédito de su estallido previo- fue acertadamente rescatado por la editorial La Bella Varsovia en 2011. Su muerte ha sido tan fulgurante como su primera aparición. Ahora pienso que Carmen se convertirá en una autora de culto, un papel con el que tampoco se sentiría cómoda. Hoy, desde nuestra generación diezmada, vuelvo a verla en aquella mañana soleada en Madrid, feliz y liberada de su nombre, abrazando un futuro propio en el que se la intuía ya plena, natural y radiante.

* Escritor