Hace nada se ha celebrado la noche de Halloween, una de las noches más esperadas del año, tanto por niños, jóvenes y adultos. Esta festividad, también conocida como la noche de los Difuntos o la noche de Brujas se celebra anualmente en muchos países. Las naciones con más costumbre de celebrar Halloween son Estados Unidos, Irlanda y Reino Unido. Incluso, en España, y cada año más en alza, también es muy esperada y celebrada. Personalmente ni Halloween, ni Carnaval son santos de mi devoción, y sencillamente porque no me gustan los disfraces, las caretas, los maquillajes. De toda la vida he preferido la cara limpia, descubierta, la autenticidad, la verdad, valores que aprendí en el aula magna del hogar. Pero resulta que tales valores, al día de hoy, son sinónimos de imprudencia, ingenuidad y hasta simpleza y marginación. Ponerse la careta, ¡anda que no libera! ¡Menudo desahogo poder ir por el mundo pareciendo un grande, un poderoso, un gigante ante el cual los demás resulten enanos! Sucede que en los tiempos actuales, las nuevas tecnologías nos han traído la mejor de las caretas: la virtualidad. Y ahí cabe todo lo que se nos ocurra para presentarnos con las mejores prendas que puedan orlar al más espectacular avatar humano. El novelista francés, Honoré de Balzac dice: «El bruto se cubre, el rico se adorna, el fatuo se disfraza, el elegante se viste». Lo auténtico, lo verdadero no precisa careta ni disfraz alguno, y es por eso que los pedantes y engreídos y los que buscan -digo yo-, soltar la lengua detrás de una careta, que no tiene por qué ser de cartón, ni de plástico, sino sencillamente, cuando convertidos en satélites quieren parecer lo que no son o ser lo que gusta o manda las leyes del «planeta». No, no me gustan las caretas, ni los disfraces, porque nada que ver con la calidez del vis a vis, el mirarse a los ojos, el compartir palabras en vivo y en directo.

* Maestra y escritora