Las ciudades no son inmutables. Ni la polis griega, ni la mismísima Roma tenían prefijado un destino universal, por mucho que la urbe de las Siete Colinas se conozca de forma merecida como la Ciudad Eterna. Málaga también tiene un pasado, y no era precisamente agraciado. En tiempos de esa suerte de Pachalicato de don Jaime de Mora y Aragón, los turistas esquivaban la Malagueta y Gibralfaro para apurar el tostadero de Torremolinos o las largas noches marbellíes. Pero agazapada al otro lado de las trincheras de la Expo, Málaga ha sufrido una transformación radical, con una oferta que desfonda a muchas capitales culturales. Primero fue la excusa picassiana, la cuna del hijo de las vanguardias bien merecía un Museo representativo de su obra.

Pero luego fue el lúcido escenario de los espacios filiales, el poderoso atractivo de los Grandes Museos, incapaces de exhibir todos sus fondos pictóricos y que despliegan su músculo artístico ávidas de hospedar colecciones temporales y, si se tercia, también permanentes. Ahí está la espectacular sucursal del Louvre en Abu Dhabi. Málaga también se ha hecho fuerte con esa panoplia de catálogos cedidos. Es magnífica la colección de pintura española del XIX que se exhibe en el malagueño Thyssen-Bornemisza, como interesante es la pica del Pompidou en su puerto. Mas acérquense a la audaz vis atractiva del turista ruso, con esas colecciones del Museo del Hermitage, como la centrada en el realismo socialista, el arte al servicio de los Soviets y como exaltación de las Glorias de la Revolución.

Merece darse el regusto de la contemplación de esos lienzos, ahora que Putin se ha revalidado como el más listo de la clase, y que el pueblo ruso se refleja en sus constantes vitales, una coctelera con más ingredientes de orgullo y grandeza y apenas un sorbito de calibración democrática.

Stalin es el referente de esos juegos de poder, más aún cuando los vástagos de la KGB no muestran con el gas sarín la gracia de Gary Grant en Arsénico por compasión. Valga como referencia la exaltación de dos figuras de la revolución soviética, sospechosamente fallecidos cuando podían ensombrecer la omnipresencia del Padrecito. Primero destaco un retrato ecuestre de Konstantin Frunze, con unos arreboles y una fortaleza en el contrapicado que rememora el vigor velazqueño. Frunze murió extrañamente de septicemia en 1925, estando en la quiniela de los camaradables que podían suceder a Lenin.

Mucho más extensa es la devoción a Serguei Kirov, desde una escena de pesca que recuerda la carestía del pescado de Sorolla, a unos juegos florales que subliman la colectivización del deporte, querencia también practicada por el nacional socialismo para corroborar que los extremos se tocan. Kirov fue asesinado en 1934 por un miembro del Partido. Un regalo póstumo, para el caído y para el mundo, es el que presenta a Stalin junto al féretro de Kírov, con el omnipresente pigmento rojo de la revolución en todo el catafalco. El protagonista del cuadro no es el héroe caído, sino el líder que se acerca al ataúd a expresar sus condolencias y a disolver sus remordimientos, pues la larga mano del vencedor de Yalta pudo estar detrás de aquellos disparos.

Putin se hace fuerte para envidia de una izquierda rotunda y desgasificada. Javier Solana fue el secretario general de la OTAN, la organización que fue némesis del Pacto de Varsovia. Ha hablado sin ataduras en una Escuela que nunca quiso ser la de los Jóvenes Castores: No le gusta este PSOE. Putin hace artes marciales, pero que no se sientan tentados a reproducir otras prácticas.

* Abogado