En Priego, en los años 60, tenía varios molinos de fabricación de aceite, destacando, entre ellos, el Molino de la Purísima, en la Puerta Graná, donde prácticamente me crié yo, entre orujo, aceitunas, que no olivas, aceite, y capachos, que hacía el maestro capachero el Dani, que además nos entretenía con trucos de magia, como hacer sudar agua a las agujas con las que los cosía.

Mi padre no me quería en la calle sin hacer nada, en las vacaciones, así, que, durante el día, me iba con el Dani, y hacía varios capachos de tomiza, cortaba tirantas --las cuerdas que le servían de nervios a los capachos para coserlos--, y, con lo que ganaba, me iba por la noche al cine Bidón, llamado así por estar situado en un lugar donde se guardaba aceite en bidones, donde veía una película y me comía un paquete de pipas saladas. Otros molinos eran el de don Juan Palomeque, del que decían que tenía una costilla de titanio, el de don Vicente Chimenti, el Italiano, en la calle Alta, que trajo maquinaria de Italia para fabricar aceite, el de Ortiz, el Cantarero, que se hizo piloto de avionetas, que murió al estrellarse la avioneta con la que fumigaba al chocar contra unos cables de la luz, y pocos más.

Casi siempre estaba allí con mi padre, que era el encargado de las cuentas, de pesar la aceituna en una pequeña báscula, de analizar los aceites, de distribuirlos en los lugares correspondientes, bidones, o, trujales, y, de, tratar con los molineros, a los que llamaban cagarranches, gente muy simpática que peleaban con las aceitunas cargadas en las canastas, y que rezumaban alperchín que les entraba por el cuello de la camisa a los pobres y les salía por los pies. Las aceitunas, en aquellos tiempos, si no se podían moler en el día, se «atrojaban» -se echaban en un patio y se amontonaban-, y había veces que no se molían hasta bien entrada la primavera. Para llevarlas hasta los rulos del empiedro para molerlas, estaban tan apelmazadas, que había que cortarlas con una escardilla.

Me levantaba por la mañana muy temprano --siempre he sido de poco dormir--, y antes de entrar en la escuela de don Joaquín, en la calle Alta, me pasaba por el molino donde mi padre me daba unas pesetas y me compraba unos tejeringos, que no churros, de la señá Castillo, que los hacía de maravilla y los engarzaba con un junco de las orillas del río Salado. Esta práctica ha sido prohibida en la actualidad en Priego, por Sanidad, ya, que, los juncos, ¡maldita sea!, están contaminados. ¡El progreso! Hoy, te los ponen en una bolsa de plástico, más dañina, que el junco, y más contaminante. ¡Acabemos con las bolsas de plástico y sustituyámoslas por la clásica talega de tela!

Otras veces, iba al horno de Ariza, en la Huerta Palacio, me compraba un mollete, lo tostaba dentro del molino, en el chubesqui, que ardía con orujo, y a continuación lo ahogaba en el aceite de las alberquillas que venía templado directamente de las prensas que estrujaban entre los capachos, la masa de las aceitunas, y me lo comía, bien empapado, sabiéndome a gloria. ¡Quizás por eso, nunca he tenido colesterol!

Había una atmósfera calentita dentro del molino, y cuando llegaba a la escuela, don Joaquín, mi maestro, que reunía en un salón a un montón de alumnos de diferentes edades, y que criaba pollitos en una sala aledaña para ayudarse en el sueldo, me decía: «Cayetano, ya vienes del molino. Hueles a orujo, y, además, traes un lamparón en la camisa». «Perdone, don Joaquín, metí la mano y el mollete más de la cuenta en la alberquilla, y se me mojó la camisa. ¡No volverá a ocurrir!».