Nadie podrá acusar al candidato a la presidencia de la Generalitat, Quim Torra, de no hablar claro. En su discurso de investidura, el candidato designado a dedo desde Berlín dejó claro que considera que el presidente legítimo es Carles Puigdemont y que la guía que marcará su gobierno es el llamado refréndum del 1-O y las elecciones del 21-D. En las propias palabras de Torra: «Seremos leales al mandato del 1-O y lucharemos por alcanzar el estado independiente en forma de república». Así, desde su primer discurso oficial el candidato se ha erigido como el presidente de la mitad --o menos-- de los catalanes, aquellos que se consideran independentistas. Y someter su acción de Gobierno a lo que le dicte el expresident instalado en Berlín no honra precisamente la institución de la presidencia de la Generalitat. Finalmente, es un pésimo augurio para los catalanes que quien aspira a presidirlos habite en una realidad paralela en la que Cataluña vive una «crisis humanitaria» y los mandatos democráticos se adaptan a conveniencia.

Es cierto que la respuesta exclusivamente judicial del Estado al desarrollo de la crisis política ha creado una difícil situación de excepcionalidad en Cataluña. Pero hay una realidad incuestionable: si bien es cierto que el bloque independentista logró la mayoría absoluta el 21-D, el partido más votado fue Ciudadanos, y en votos el independentismo no es mayoritario en Cataluña. El artículo 155 de la Constitución no es el principio del problema; es la consecuencia de la deliberada desobediencia al marco estatutario y constitucional por parte del anterior Govern de la Generalitat, concretada en las bochornosas sesiones parlamentarias del 6 y 7 de septiembre y en la declaración de independencia del 27 de octubre. Hubo un referéndum convocado de forma ilegal, hubo una legislación que le dio apoyo, un Govern que trabajó para ello, una declaración de independencia y un silencio estrepitoso después que convirtió la pretendida República en una expresión vacía de contenido. El resto (el artículo 155 y las medidas judiciales) vino después.

Y pese a ello, lo que ofreció Torra desde la tribuna del Parlament fue un doble ejercicio escapista: negación de la realidad y reincidencia en los errores que han llevado a Cataluña a la dramática situación en la que se encuentra. El candidato habló de un proceso constituyente (con la vista puesta en la CUP) y se erigió en paladín de un legitimismo que mira de forma victimista y autocomplaciente al pasado y no ofrece nada cara al futuro excepto proseguir con el estéril pulso con las otras instituciones del Estado. Incluso cuando habló de políticas sociales y economicas la mirada siempre estaba puesta en la «perfidia» de Madrid. No era Puigdemont, pero incluso usó sus palabras cuando criticó al rey Felipe VI. Como decíamos, Torra fue claro desde el principio de su discurso. Pero más claro está que este candidato no es el que necesita Cataluña para cerrar heridas, superar la aplicación del artículo 155 y volver a una normalidad institucional desde la que podrá exigir diálogo al Gobierno, algo que no podrá reclamar instalada en la ilegalidad y en el enfrentamiento, y despreciando a más de la mitad de sus propios ciudadanos. El futuro no se despeja en Cataluña.

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