Una mujer casada, con marido y cuatro hijos varones, de sol a sol, repetía una canción aprendida en sus años de infancia allá en el pueblo. Y aquella canción era de tal agrado para su familia que al son de ella vivían felices. Una mañana, la mujer oyó en el mercado otras canciones que cantaban mujeres desconocidas. Se dijo: ¿cómo es esto? Por ir siempre con tanta prisa, no me detengo a escuchar lo que se canta a mi alrededor. Ya es hora de cambiar de canciones. Las grabaré y aprenderé. Así la mujer comenzó a cantar con alegría y sin temor alguno. Cuando al atardecer, el marido y los hijos regresaron de sus trabajos, desde lejos oyeron las nuevas canciones y, sorprendidos, la interrogaron: ¿Qué cánticos son éstos? ¿No te parece que haces mucho ruido? Así no hay quién viva. Ya me he cansado -contestó la mujer-. Es hora, pues, de que aprendiera canciones nuevas. Y el marido y los hijos, reunidos en el silencio de la noche, acordaron: digámosle que ya no la queremos, que no la necesitamos, que se vaya. Al día siguiente, nada más levantarse, rodearon a la mujer: lo hemos acordado: no queremos canciones nuevas. Si te empeñas en ellas, mejor te vas. La mujer, sin decir palabra, recogió sus cosas y salió de la casa. Sucedió que, padres e hijos, mirándose asombrados, repetían: ¡Mala esposa! ¡Mala madre En aquella casa reinaba tal silencio que, poco a poco, pesaba tanto que se iba haciendo insoportable. Una mañana el padre dijo ¡qué mal suena esta canción! Vuestra madre llevaba razón; hizo bien con irse. Roguémosle que vuelva y aprendamos todos y cantemos con ella las nuevas canciones. Y la mujer, que amaba a su familia, regresó sin rencor pero, a partir de aquel día, solo canciones a coro se oían en aquella casa y todos fueron felices. «La igualdad de género es cosa de hombres también».

* Maestra y escritora