Entre el ruido de las mil noticias que devoramos a diario, me sobrecogió hace unos días la pérdida de un grande de la música que se marchó para siempre. Un cantautor que nos acompañó las últimas seis décadas con la profunda sensibilidad de sus letras y la potencia enorme de su voz. A Alberto Cortez le llamaron el poeta de las cosas sencillas, el trovador de lo cotidiano, el cantor del alma. Supo transformar la prosa de lo habitual en la esencia de la poesía, poniendo notas musicales a sus versos. Así escribió y cantó al abuelo, a su árbol plantado, al perro callejero, a la ausencia del amigo que se va, a la más dura de las dictaduras, como llamó a la vejez; o dio consejos al hijo que se marcha: «¡Camina siempre adelante!/ tirando bien de la rienda, / mas nunca ofendas a nadie/ para que nadie te ofenda/. ¡Camina siempre adelante!/y ve marcando tu senda,/ cuando mejor trigo siembres/ mejor será la molienda.»

Se marchó como había vivido, sin estridencias y sin avisar. Con varios conciertos previstos pese a su edad. Aunque en Latinoamérica era considerado uno de los cantantes más grandes y había recibido importantes premios, incluido la Medalla de Oro al Mérito de las Bellas Artes en nuestro país, no era el cantor de moda. Decía que las discográficas «quieren chicos guapos y no a viejos carrozas».

Sí, les confieso que me emocioné muchas veces saboreando algunas de las más de 200 canciones que compuso, grabadas en más de 40 álbumes. Además de acercarme a sus libros de poemas como Equipaje o Almacén de Almas, le escuché actuar varias veces en directo, y les puedo compartir que José Alberto García Gallo --como se llamaba en realidad-- , irradiaba sencillez y humanidad, nobleza y honestidad, sensibilidad y ternura, desde el magnetismo de su personalidad y una elaborada preparación musical.

Alberto Cortez no solamente nos descubrió, musicando sus versos, a grandes poetas de lengua castellana como Neruda, Antonio Machado, Miguel Hernández, Lope de Vega, Quevedo o Góngora. Sobre todo, este compositor «aprendiz de Quijote» nos ayudó a construir esos castillos en el aire, más allá de la cordura, que tanta falta nos hacen para descubrir nuevos horizontes; nos propuso el reto de vivir a partir de mañana una vida más libre y plena; nos acercó al verdadero amor de quien mandó a su esposa, con la que estuvo casado más de medio siglo, una rosa cada día; nos descubrió la suerte que hemos tenido de nacer «para estrechar la mano de un amigo y poder asistir como testigo al milagro de cada amanecer»; o nos imploró unas miguitas de ternura que todos necesitamos. Hijo de un emigrante gallego afincado en La Pampa argentina, supo mirar al corazón del ser humano más allá de credos o banderas, y no permitió que nadie, en su presencia, fuese llamado extranjero. Cantor del amor y la amistad, te llevaremos siempre, Alberto, en un rincón del alma.

* Abogado y mediador