A principios de noviembre el Diccionario Oxford suele dar a conocer la que denomina «palabra del año». La elección es el término que considera que mejor identifica el interés y/o la preocupación ciudadana. Anglosajona, naturalmente.

Ocurre sin embargo que ese término suele estar imbricado en el uso del lenguaje a escala global, especialmente en el spanglish con el que se adoba el monólogo de negocios mal entendido.

Como todo el mundo sabe, este año le ha tocado a fake news, o noticias falsas, segunda parte de la postruth, o posverdad, del año pasado. Si miramos el listado desde 2004, la mayoría de palabras elegidas tienen que ver con la transformación estructural en que estamos inmersos, aquel tópico que se hizo insoportable por cansino y pedante: «esto no es una época de cambios, sino un cambio de época...».

Ahí es, por ejemplo, donde llega la famosa posverdad, es decir la mentira sistemática y programada para manipular los procesos democráticos --algo que se ha hecho siempre por otra parte-- y las noticias falsas --es decir, esas mentiras-- capaces de manipular cualquier hecho o reputación gracias a la extraordinaria --por muy cuestionable-- desintermediación de los canales de la información.

Sin embargo, hay que distinguir muy bien la dimensión de los cambios más allá de los simplemente formales --en los que se mantienen los fundamentos- y los de más hondo alcance, que responden a esta transformación estructural en la que vivimos. Con lo malo, pero también con lo bueno.

En este sentido, las instituciones que conforman las claves de bóveda de la sociedad evolucionan y se transforman, las privadas con más rapidez que las públicas por sus propias inercias de funcionamiento, y abren nuevas dimensiones de actividad y relación con su entorno sin perder su razón de ser.

Las empresas son el ejemplo perfecto de instituciones que evolucionan y se transforman hacia nuevas actividades y nuevas maneras de relación social. Por una parte, absolutamente obligadas por el cambio estructural y por otra de forma espontánea ante estas nuevas situaciones, haciendo de la necesidad virtud allí donde la libre iniciativa y el espíritu emprendedor son más fuertes que los condicionantes ambientales, es decir, las trabas más o menos evidentes en todos los ámbitos y sentidos.

Los casos de reinvención de las empresas son múltiples. En cualquier escala, continente, país y sector y, por supuesto, en sus organizaciones. Pero no por ello, han cambiado los fundamentos de lo que son y de lo que suponen para la articulación social, que es mucho más que el calado de los mensajes tradicionales de creación de empleo y contribución al crecimiento económico.

Ese mucho más se corresponde con la calidad de la cultura genérica de una sociedad donde se comparten valores y conductas --porque los discursos y las épicas sin hechos verdaderos y evaluables resultan cada día más ridículos-- que comparten y socializan avances y beneficios antes que ideología. Esto, que parece alambicado y complejo, es muy simple porque es lo que ocurre allí donde hay más y mejor desarrollo y, muy especialmente, expectativas de futuro.

Traducir a la estadística empresarial y su correlato macroeconómico estos principios es muy evidente en cualquier fuente administrativa e institucional. Podemos irnos a la Comisión Europea o quedarnos en las cifras del Instituto Nacional de Estadística para comprobar que el mayor número, y la mayor calidad naturalmente, de empresas se corresponde con los territorios más avanzados. En la UE de las regiones y en las provincias de cualquier comunidad autónoma.

Parece extemporáneo que estemos hablando de las empresas y su papel en los albores de 2018, pero hay que recordar que siguen siendo objeto, en demasiadas ocasiones, de la arbitrariedad administrativa y, sobre todo, cultural, entendida esta como sujetas a la reputación social. Precisamente, porque las ideologías se han contrapuesto de manera sistemática a la compartición de esos valores y conductas de beneficio a la comunidad.

Por supuesto que el gran reto de las empresas, de las empresas transformadas, y de las nuevas empresas, se encuentra en la búsqueda de esa cohesión social que supone la creación de empleo y, por ende, el crecimiento económico. Pero más allá está la responsabilidad de que las empresas asuman, más que reivindiquen, su lugar y sus nuevos contextos de relación con su sociedad, para que puedan cumplir ese reto del empleo y el crecimiento.

Esta responsabilidad tiene un espacio común que permite y mejora la gestión de sus asuntos públicos: las organizaciones empresariales, cuyos fundamentos se mantienen y se afianzan en esta transformación estructural. Igualmente, y por supuesto, en una nueva dimensión, pero con dos principios inalterables, la representación práctica de las empresas y el reflejo de su papel social, y una condición necesaria: el liderazgo que nace del ejemplo y que tiene como propuesta de valor la relevancia más que la notoriedad. Porque los próximos 40 años, no van a tener nada que ver con los anteriores. Posiblemente, ni los diez próximos.

* Periodista y consultor de Comunicación