Para suavizar la costra del olvido es bueno usar la pomada del lenguaje, las palabras perdidas en la soledad del tiempo. La memoria violeta de nuestros antepasados pervive en la luz boreal de las raíces hundidas en el magma agridulce de la tierra. La imagen feliz de un rebaño de merinas cubriendo el atardecer de la llanura de un polvillo dorado que oculta el horizonte puede servirnos para reconectar con el hilo musgoso de nuestro ayer perdido. En la mirada del niño que ayer fuimos y dejamos crecer, al final, se encierra todo. Hace unos días encontré mi identidad, lo más puro de mí, en la lectura melancólica de un libro asombroso, Un cambio de verdad, del escritor y periodista Gabi Martínez, que vuelve a la tierra vital de sus ancestros para vivir una insólita experiencia: cuidar de un rebaño de ovejas en la llanura esteparia y agreste de la Siberia extremeña. Pocas veces me había entregado a la lectura de una manera tan fiel y apasionada como en esta ocasión. Fue algo sorprendente. Uno acaba adentrándose en las estancias prodigiosas, pequeños capítulos, de un libro que desnuda la vida de un hombre que reencuentra la memoria de su abuelo y su madre, pastores en otro tiempo, atada a un manojo de olores y sonidos de un espacio rural hermoso y desolado, donde la pureza del viento es nuestra casa. Es una experiencia muy reconfortante. Yo he cruzado esa tierra, la Siberia de Extremadura, tan cercana a la mía, el Valle de los Pedroches, cuando era un chiquillo al lado de mi padre, para ir a pescar al pantano de Puerto Peña, conocido también como embalse de García Sola, con la mirada teñida de luz ocre. Los postigos del tiempo se han reabierto en mi interior al entrar en el libro de Gabi: he visitado los nombres y las sombras, el vuelo de los pájaros, el silbo del abejorro enfebrecido, la postal de la luz brotando en el amanecer de un invierno curtido por la soledad del llano. Eran días de rastrojos, sisones y avutardas, de pueblos apostados en la paz de la llanura (Tamurejo, Siruela, Garbayuela, Sancti Espíritu) como lentos mastines bajo el don de una canícula que hace reverberar todo el paisaje y lo encofra sin prisa en la flor de la mirada.

Entre todos los dones que habitan nuestro espíritu, o al menos debieran hacerlo, destacaría el de la gratitud: esa deuda con aquel que nos hace feliz sin pedirnos nada a cambio. Gabi Martínez regala una experiencia «de alta literatura» a los lectores que deseen adentrarse en un mundo campesino de una pureza exacta e inmarcesible, vivido e interiorizado poéticamente. Y es algo que le agradezco de corazón, pues me ha hecho sentir su experiencia dura y grata, curtida por el fulgor de la intemperie, como una vivencia mía intemporal: no en balde a mí me gestaron en esa tierra árida y luminosa de Badajoz, en Peñalsordo, un pueblo de esa zona donde nacieron mis hermanos, Manolo y Victoria. Yo he cruzado mil veces la Siberia y la Serena, desde que era pequeño, y hoy las he revisitado en bellos capítulos de Un cambio de verdad (Seix Barral, 2020): Sanjuanilla, Grillo topo, La niña pastora, Liebre en púrpura, Algo que cuidar, Una serpiente en casa..., quedándome absorto ante la esencia de una obra que nos propone un cambio de orden ético. Volver la mirada al temblor de lo minúsculo, lo pequeño y perdido, lo que hoy no se valora: la labor del pastor, la hendidura del arado en el somnoliento costado de la tierra, el celo de la avutarda en los rastrojos, el cavernoso ladrido del mastín al atardecer, la lluvia martilleando el humilde tejado de una casa abandonada, el ocráceo y lento dolor de la llanura picoteada por el silbar del viento... Hemos de volver al reencuentro con la tierra, cambiar la vida veloz del urbanita por aquella otra del hombre que labora y agradece los frutos sencillos de los campos, la voz del aire en las calles y los caminos, abruptos, no idílicos, surcados por el halo del sacrificio profundo y el esfuerzo. En la vida sencilla nada se regala, sino que se conquista, disfruta y agradece.

La experiencia de Gabi Martínez en el terruño de la Siberia extremeña es agria y dura, pero, al mismo tiempo, feliz, gratificante. Habla y convive con gente de la zona, integra en su espíritu el temblor limpio y armónico de las palabras que oye, ya en desuso, y las reincorpora a su vocabulario, el que antaño fue de sus padres y sus abuelos. Durante unos meses la piel del protagonista siente el tacto del frío, la lluvia y el calor, la mordedura del aire limpio y gélido; pero, cuando llama a su madre por el móvil, siente en su carne el temblor de un arco iris que levanta los cielos umbríos del pasado en el que ella, la madre, fue niña pastora. En esos momentos, las conversaciones telefónicas, es cuando más brilla el reencuentro cenital del autor con la tierra añil de sus ancestros, donde brota el efluvio puro y transparente, necesario y urgente de ese «cambio de verdad» que él propone y regala en este libro necesario para entender el sentido de la vida en fusión con el campo y la Naturaleza.

* Escritor