El Partido Popular ha encontrado, tras el 2-D, la anhelada oportunidad de desalojar al PSOE del poder en la Junta de Andalucía tras más de 36 años de gobierno. Esta posibilidad se le presenta ahora con un cuadro estratégico muy difícil, en el que el apoyo al centro-derecha se ha dividido, retrocediendo el PP en escaños, avanzado Ciudadanos con más del doble de parlamentarios que en la anterior legislatura y surgiendo Vox como fuerza determinante con sus 12 escaños. Lo que al día siguiente de abrirse las urnas parecía sencillo, pues la formación de extrema derecha dijo que no quería formar parte del futuro gobierno pero apoyaría el cambio, se ha ido complicando, pues la cúpula de Vox ha hallado un filón promocional --no hay que olvidar las convocatorias electorales de mayo próximo-- en su empeño de imponer nuevos criterios al pacto PP-Cs, empezando por poner en cuestión las políticas contra la violencia de género y exigiendo ser «normalizados» mediante su incorporación a las conversaciones. Mientras el PP ha cedido parcialmente a sus exigencias, CS intenta mantener la distancia en un escenario en el que cada vez es más difícil invisibilizar a la formación de extrema derecha. La situación plantea dificultades al legítimo proyecto de cambio político en la Junta, especialmente a Cs, también porque su electorado podría reaccionar negativamente de cara a los próximos comicios. Permitir el sello de Vox en el futuro Gobierno andaluz le puede salir caro tanto a Cs como a las instituciones andaluzas. El fantasma de Vox no desaparece, y el de la repetición de las elecciones acecha. Los andaluces aguardan para saber si habrá cambio, y cuál será el precio a pagar.