No es la calle más vistosa, ni la más ancha, ni luce unas fachadas infinitas con la imantación del diecinueve. Sin embargo, la calle Toledo, desde la Plaza Mayor hasta el puente rocoso, que casi nos recuerda al muro exento de un castillo mítico sobre el cauce cordial del Manzanares, tiene algo de nervio o levadura de la ciudad que hacemos entre todos: los que vivimos y los que pasamos, por encima del tiempo y nuestra condición de voces que se pierden en los ecos de los que ya estuvieron, junto a los que vendrán. Esta explosión de gas, con las cuatro víctimas y con el estupor que aún pasea por el barrio con las manos fuera de los bolsillos, este estallido súbito, el miedo en el colegio de La Salle, con los niños afortunadamente dentro de las aulas por los bloques de hielo que todavía brillaban en el patio y les impidió salir al recreo, ha sacudido la médula espinal del centro de Madrid. Imaginen un barrio, La Latina, con una calle llamada Calle Tabernillas: ahí solo se puede ser feliz. Es verdad que el turismo, poco a poco, ha ido cargándose el sentido del nombre; pero aún resisten algunas ferreterías, esparterías, mercerías y unos cuantos bares verdaderos que son los que le dan sabor de calle. He oído esta explosión de la calle Toledo, donde nunca he dejado de tener un paso, como si unas manos invisibles me estuvieran dinamitando el pasado. He recordado las sidras del Aviseo, los callos de J. Blanco y las cañas de Los Caracoles, con esa barra roja ya pintada así desde antes de que pudiera escucharse allí mismo la risa de Ava Gardner. Vermut en La Paloma, paseo por el Rastro, las sombras de las huellas que ocuparon los mismos escenarios: Galdós, Baroja, los Machado. Poder reconocernos al seguir sus rutas invisibles. Los cielos en la Puerta de Toledo son crepusculares o no son. Todo eso volverá: la juventud es tocar un presente sin nombre. En la calle Toledo de Madrid se concentra la esencia prodigiosa de una ciudad que no se acaba nunca.

* Escritor