Me pareció al pasar por esa calle, larga y silenciosa a media mañana, que por ella caminaba calzada con sandalias de plata la dueña del horno y que lo hacía furtivamente para que no la vieran los veedores del Santo Oficio.

Tras aquellos siete arcos pude observar la sombra de Lucero, aquel quien el 22 de diciembre de 1504 quemó a 107 judaizantes y le cerró la sinagoga a Juan de Córdoba de las Cabezas.

En el interior de la casona, que linda con la calleja del horno, me pareció oír que tañía una vihuela y una voz que cantaba así: «escalera de oro, escalera de oro y de marfil, para que suba la novia a dar Kidushin».

A pesar de que se anunciaba boda no pude ver bailarines remolinados porque la calle era largo silencio. No había en ella ecos sutiles y penetrantes ni majestuosa Ma Nau por miedo a la Inquisición. Sentí pena porque me pareció que los condenados a la hoguera danzaban con los muertos y que el polvo giraba con el polvo de nuestra historia.

Al llegar al Portillo, camino de la calle Ambrosio de Morales, dejé de ver a las mujeres, cansadas de danzar, y, por fin, la sombra de Lucero dejó de girar.

Los colaboradores del profesor Soria en aquel paseo sabático me hicieron pensar que desde mucho antes de 1492 la primavera de nuestro país había cavado su propia tumba, de tal modo que solo queda allí en calle Cabezas, el silencio de los Judeoconversos.

Y es que en nuestra Universidad existe un grupo de investigadores que sigue indagando alargadas genealogías de centenares de cordobeses judeoconversos, que una vez identificados, formarán, tal vez enhebrados, un hilo finísimo de nuestra propia historia ciudadana.

Tras esta semana, de mano de nuestra Real Academia, cada linaje en forma de genograma fue errante ópalo que acudía a nuestra cita. Flotaban en la Fundación Cajasol linajes de judíos conversos como extrañas perlas que los investigadores pretenden sean transparentes.

* Académico correspondiente / Córdoba