Los pondré en situación. Córdoba. Cinco de la tarde (no, no se asusten, que no va de elegía ni de corrida de toros, porque el toro era yo, bien picado, rejoneado, banderilleado, estoqueado, arrastrado y descuartizado). Calor de cobre derretido. Soledad. El ánimo apenas me alcanza para llegar a la parada del autobús. Espero bajo una leve sombra, que se ríe de mí. ¿Cuánto espero? Lo normal: sobre 20 minutos. Aucorsa. Subo siguiendo el sueño del aire acondicionado. El aire también se ríe de mí. Al ir a pagar, pregunto al conductor que si ese autobús para en tal parada. El conductor me mira. Silencio. Pienso que con el calor no me ha oído. Repito la pregunta. Me mira. Espero. Por fin se digna hablarme: le tenía que haber dicho «buenas tardes». Me quedo a cuadros. Le digo que si la alcaldesa o el alcalde han establecido un protocolo para cuando el usuario necesite informarse. Y ¡la gran respuesta! Seguro que llevaba días preparándola para el desgraciado que se pusiera a tiro de estoque. Me dice que no es protocolo, que es educación. Me quedo a cuadros de colores. ¡Ay, la madre que me depositó en este detritus de mundo! Que tenga yo que pagar impuestos hasta por pensar distinto de quien sale de alcalde, pagar billete, pagar horas de colas y espera, calor, desplantes, frenazos, acelerones, como si fuese ganado, para que un señor de horca y cuchillo, dueño de un autobús público, dueño de los desgraciados que lo costeamos, me toree por chicuelinas, me diga que soy un maleducado y me toque estas excrecencias que tengo donde me terminan los abductores, así, a pelo, sin vaselina, a las cinco de la tarde. ¡Esto es demasiado, ilustrísimo, excelentísimo, reverendísimo o su graciosa majestad señora alcaldesa o señor alcalde o lo que ustedes decidan con mi voto! ¿En esto gastan nuestros impuestos, en crear misioneros pedagógicos para educarnos como buenos consumidores de los servicios públicos que pagamos? Y menos mal que yo nunca pongo los pies en el asiento de enfrente, ni escupo, ni grito... Porque si este pedagogo me agarra haciendo eso, me desuella y me trocea para rabo de toro. ¿Se sonríen? ¡Bien está! Pero no se confíen; habrá palos para todos, y ya no solo será el llanto por Ignacio Sánchez Mejías, sino por cada uno, que sabrá por quién doblan las campanas.

* Escritor