Francisco Brines lanza la vivencia hacia una plenitud de claroscuros, en la sombra y la llama del fuego de vivir. Ya en el propio título de ‘Las brasas’, el libro con el que ganó el Premio Adonáis en 1959, había una poética inaugural de fulgor contenido, entre el reflejo de Juan Ramón Jiménez y cierto Antonio Machado, con sombras alargadas a esa hora del día en la que el hombre solo puede aspirar a encontrarse a sí mismo a través del espejo. Tensión fuerte del yo frente a los elementos, lento paso de las estaciones y una noche que se ha exprimido al máximo. En la tradición que arranca de Cernuda, con un coloquialismo adentrado en raíces que pueden ser de alambre, con tiniebla sutil, la poesía de Paco Brines era una de las preferidas por Jaime Gil de Biedma de entre los poetas del 50 fuera de Barcelona. Tiene cierta gracia que, al final, tanto entonces como ahora, una parte de los poetas que son preguntados por sus preferencias, entre sus contemporáneos o no, acaben citando a autores que guardarán con ellos, si los leemos de cerca, un aire de familia. Porque la vanidad, si no mata por dentro, suele guardar un resto de ternura. Y es verdad que ambos son representativos de la generación del 50 por tono y confesión. A Jaime Gil de Biedma le gustaría pensar que lo suyo era lo máximo -y lo era, dentro de su registro- y Paco Brines se había movido cerca, aunque quizá con otra densidad, hacia una extensión ancha que nunca flirteó con la poesía social. Ojalá el Premio Cervantes ayude a que los más de 500 millones de hablantes de español en el mundo puedan estar más cerca de su obra. Intimismo, juventud y paso del tiempo. Elegía excelsa y celebración en uno de los libros que prefiero: ‘El otoño de las rosas’. Nada suma realmente a su poesía, que es muy alta --como a todo gran poeta--, su Cervantes, pero me alegra mucho. Brines ha logrado el pulso propio de un hombre que ha medido la tensión de vivir, y acoger el recuerdo, como palabras en la oscuridad.

* Escritor