La situación de la política británica puede parecer, tras las votaciones de la última semana, kafkiana. Y, sin embargo, es muy simple.

Lo que el Parlamento británico ha votado es darle un mandato imperativo al primer ministro Johnson para que o bien llegue a un nuevo acuerdo de salida o bien pida una prórroga para negociarlo. Y los parlamentarios saben que, hoy, el único acuerdo de salida que hay encima de la mesa de los británicos es el que alcanzó la señora May, y que ellos rechazaron, por lo que la primera opción, es decir, que el primer ministro Johnson consiga en poco más de un mes negociar mejoras en ese documento, ya votado, además, por los 27 socios restantes, es imposible. Así pues, la única opción que tiene es pedir una prórroga para ver si se puede negociar otro acuerdo. Una prórroga que es posible, pero que no serviría para alcanzar un nuevo acuerdo, pues ni los socios europeos están dispuestos a cambiar las líneas rojas del acuerdo ya alcanzado (la frontera blanda irlandesa, los derechos de los residentes, etc.), ni el Reino Unido puede hacer otra cosa que amenazar con un brexit abrupto, algo increíble, puesto que el mismo Parlamento ha votado una ley que impide que sea así, y que, con la prórroga, se diluye. Los parlamentarios británicos han conseguido dos cosas: más tiempo para un brexit que llegará y deshacer el juego planteado por el señor Johnson.

Desde que los británicos votaron por la salida han pasado ya dos años, a los que se podría sumar un tercero con la prórroga, de tal forma, que, en caso de salida sin acuerdo, los británicos (y los europeos) habrán tenido tiempo para adaptarse a la nueva situación. Las empresas habrán acomodado sus stocks, buscado nuevos proveedores, recalculado precios, ajustado salarios, mientras que los ciudadanos se habrán desecho de parte de sus activos exteriores y se habrán adaptado a la nueva situación. La administración pública también se habrá reestructurado. Fruto de esto, que ya está en marcha, y de los ajustes financieros, la libra se ha depreciado hasta 1,1 euros y, con esa debilidad, los británicos mantienen su competitividad exterior, reajustando sus precios interiores, que crecen décimas por encima de los europeos. El resultado de esta ganancia de tiempo es que impacto final del brexit sobre la economía británica será menor al anunciado, y los parlamentarios, muchos de ellos euroescépticos, se podrán presentar ante su electorado como representantes pragmáticos que han salvaguardado los intereses de su ciudadanía, pero que, al mismo tiempo, han cumplido el mandato de la salida. Los parlamentarios, y el Partido Laborista a la cabeza, lo que están pensando no es cómo resolver el brexit o el posbrexit, sino en cómo ganar las próximas y cercanas elecciones, teniendo en cuenta la salida.

Y, para eso, necesitaban destrozar la estrategia del señor Johnson. El juego de Boris Johnson tenía un eje central: la de plantear a la Unión Europea un «juego del gallina (game of chicken)», pues al fijar una fecha tope de salida en octubre, sin la atadura del Parlamento, obligaba a la Unión Europea a reabrir el preacuerdo o arriesgarse a una salida abrupta con grandes pérdidas. Si la Unión Europea abría el acuerdo, Johnson se presentaba al electorado como el líder del nuevo Reino Unido «libre», con posibilidades de una mayoría absoluta. Si no lo lograba, la culpa la tendría, la pérfida Unión Europea, con lo que también tendría posibilidades. La clave, pues, de la estrategia de Johnson no era cumplir con el brexit, sino qué hacer con él para ganar las siguientes elecciones. Y, para esta estrategia, necesitaba suspender el Parlamento. La clave, pues, para entender lo que ha ocurrido es sencillo: todo es cálculo electoral. La política británica es, como todas, muy simple, pues debajo de los discursos lo que late es la ambición del poder. O sea, las próximas elecciones. Y si no, pregúntenle a Pedro Sánchez.

* Profesor de Política Económica. Universidad Loyola Andalucía